CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

HORA SANTA

Hora Santa

1. ORACIÓN DE OFRECIMIENTO

¡Oh Señor nuestro Sacramentado! Míranos aquí en tu adorable presencia. Venimos a bendecirte y alabarte en unión de los ángeles que invisiblemente rodean esa Hostia Divina.

Venimos a consagrarte esta Hora Santa, gozándonos de estar aquí, en tu acatamiento, a gustar de tu compañía y a conversar contigo, que tienes palabras de vida eterna.

Sí, Dios nuestro. Quisiéramos contemplarte a través de esa Hostia Santa con el tiernísimo afecto con que os miraba tu Madre: con aquella devoción con que os seguían tus discípulos, y muy singularmente el Discípulo Amado, cuando la noche de la Cena reclinó su cabeza sobre tu ardiente Corazón.

Nos sentimos felices de hallarnos junto a Ti, y queremos aprovechar todos los momentos de esta Hora Santa para hacerte compañía, que tu presencia nos hace tan agradable. Concédenos, oh Jesús, no dormirnos, como se durmieron tus apóstoles la noche tristísima de tu agonía en el Huerto de los Olivos.

Míranos, Señor; somos tus hijos, a quienes tantas veces habéis alimentado con tu mismo Cuerpo y Sangre.

¡Señor! Vuelve hacia nosotros tus ojos misericordiosos; pon en nuestros pensamientos una ráfaga de la luz de tu Rostro, y en nuestros corazones una centellita siquiera del fuego que abrasa tu dulcísimo Corazón.

Concédenos, oh Jesús, sentir hondamente la verdad de aquellas palabras del Real Profeta: «es mejor una hora en tu Casa, que mil años en compañía de los pecadores».

2. ACTO DE REPARACIÓN

Divino Salvador de las almas: cubiertos de confusión nuestros rostros nos arrodillamos en tu presencia soberana, dirigiendo una mirada al solitario Tabernáculo, donde permaneces cautivo de amor, nuestros corazones se conmueven al contemplar la soledad y olvido en que os tienen tus criaturas. ¿Habréis derramado en balde vuestra Sangre bendita? ¿Será inútil tanto amor? Pero ya que nos has permitido esta noche unir nuestras reparaciones a las tuyas, y acompañarte en tu Sacramento, donde Tu, que sois el Sol del mundo, irradias silenciosamente sobre nosotros a todas las horas la luz de la verdad, el calor del amor divino, la belleza de lo sobrenatural y la fecundidad generosa de todo bien.

Ya que te has dignado escogernos de entre todos los hombres para gozar de tu compañía y amistad, permítenos por los que no os bendicen o blasfeman de Ti, oh pacientísimo Señor Jesús, adorarte por todos aquellos que os tienen olvidado, e implorar para ellos de la infinita misericordia de tu Corazón indulgencia para sus olvidos y para sus crímenes.

3. MEDITACIONES

I. Tu me llamas, ¡oh Jesús!, para ser testigo de tu agonía; yo lo deseo con ardor.

Tu me mandas que vele y ore contigo durante esta hora: yo lo deseo de todo corazón pero, ¡ay!, conocida os es mi debilidad. Sosténme. Sin Ti seria más débil aún de lo que fueron tus Apóstoles. ¡Oh alma mía, no pierdas un momento de hora tan preciosa y santa! Con el Corazón de Jesús, adora al Eterno Padre. Yo vengo, ¡Dios eterno e infinitamente Santo!, a postrarme en compañía de tu querido Hijo delante de vuestra suprema Majestad, y anonadarme en presencia de tu grandeza; os ofrezco su agonía, y los intensos dolores de su Corazón para satisfacer a tu justicia y llorar mis pecados y los de todos los hombres, y, a fin de que te sea mi oración más agradable, la uno a la que hizo Jesús en el huerto.

II. Para comprender el dolor que sintió Jesucristo en el huerto de Getsemaní, sería necesario penetrar la grandeza de su amor.

Amaba infinitamente a su Eterno Padre, y le veía ultrajado cruelmente por los hombres. Amaba profundamente a los hombres y los veía criminales y destinados a suplicios eternos. ¡Qué desconsolador para el más sensible de los corazones! ¿Qué le sugirió su infinito amor? Reparar los ultrajes hechos a su Padre, redimir y librar a los hombres de los castigos merecidos, poniéndose en lugar de ellos para sobrellevar el rigor de los suplicios que merecían. «Todos los hombres juntos no son capaces, ¡oh Padre mío!, de satisfacer a vuestra justicia, e indignas son de Ti las víctimas que podrán ofreceros; aquí me tienes, pues, dice Jesús: «Tu no rechazarás este holocausto.

Herid, omnipotente Dios; tu justicia ultrajada sea satisfecha y el pecado del hombre expiado.» El Padre acepta la ofrenda de su Hijo; le carga con todas las iniquidades de los hombres, y desde entonces ya no le mira como el objeto de sus complacencias, sino como víctima cargada con todos los pecados del mundo. En ese mismo instante se siente Jesucristo como oprimido por el peso formidable de nuestras iniquidades. ¡Qué horrible y qué amargo cáliz para el Santo de los Santos! ¿Lo beberá?

En cuanto le acerca a sus labios, su alma siente dolor, cae en mortal tristeza, le abruman la angustia y el tedio, y de él se apodera el terror. «Padre mío, exclama, desviad de mí este cáliz»; sin embargo de ello, Jesús bebe el cáliz de la amargura. Crece el dolor y quiere compartirlo con tres de sus Apóstoles: «Mi alma, les dice, está mortalmente triste; velad, pues, y orad conmigo.»

III. ¡Oh, qué horrores se le presentan a los ojos! Ve todos los poderes del infierno desencadenados contra él, y a todos los pecadores armados contra su sagrada persona.

Ve acercarse las iniquidades del mundo; vendido por uno de sus discípulos, negado por otro y abandonado de todos. Ve las cadenas, los azotes, los clavos, las espinas y la cruz que le preparan y cargan sobre sus débiles hombros, y camina por el calvario hasta el monte, donde, clavado en el madero, exclama: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen.» «Padre mío, Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.»

¡Oh Jesús mío, crucificado por mis culpas en ese madero de ignominia! Perdóname, porque, arrepentido, me postro a tus plantas llorando mis pecados. Cuando contemplo tu Corazón derramando sangre divina, tiembla mi alma pecadora; cuando veo tus pies y tus manos clavados y tu sagrada cabeza cubierta de espinas, me confundo y anonado, porque yo fui la causa de tu dolor.

IV. Considera, alma mía, que un Dios adorado en el cielo por los Angeles es ultrajado en la tierra por los pecadores; un Dios de infinita grandeza, es clavado en una cruz; en el cielo, delicias; aquí, sudor de sangre.

¡Oh Jesús, tanto como habéis amado a los hombres, y los hombres no se compadecen de Ti! Tu amor a nosotros fue tanto, que quisiste quedarte en la Sagrada Eucaristía para consolarnos y fortalecernos. Haz, Señor, que todos te amemos con amor puro y santo para que tu Corazón reine en el nuestro y seamos tu digna morada.

Bendito sea vuestro santo nombre en todo el universo; sea tu Sagrado Corazón amado y adorado de todos los hombres; sea tu Iglesia honrada, respetada y salga siempre victoriosa de tus enemigos; no se extinga jamás entre nosotros la antorcha de la fe, antes resplandezca con nuevo brillo; todos nuestros hermanos permanezcan unidos a la Iglesia Católica Romana; los separados de ella se conviertan a la verdad, todos los hombres respeten vuestro Evangelio, tus misterios, tus altares; y que nos sea, en fin, provechosa la sangre derramada en el Huerto y en el Calvario.

¡Oh, Salvador y Redentor mío! Haced que florezca vuestra Santa Religión y renazca la fe en las almas. No cese vuestra luz de iluminar los pueblos donde vuestra Ley ha brillado con tanto esplendor. Envíanos el ángel que vuestro discípulo amado vio atravesando el cielo con el Evangelio en la mano para evangelizar a los habitantes de la tierra y decirles: «Temed al Señor y tributadle los homenajes que le son debidos.» Danos Santos y haced que nuestro corazón sea semejante al vuestro.

¡Oh María! Hijos tuyos somos: muestra que eres nuestra Madre, reconciliándonos con tu Hijo Jesús. Angeles tutelares de esta nación, Santos protectores de nuestra amada Patria: venid en nuestro socorro, preservados del naufragio, sed nuestros intercesores para con Dios y suplicadle nos conceda sus misericordias y su amor. Sea el Corazón de Jesús conocido, amado y adorado en todo el universo. Amén.

4. ORIGEN Y PRÁCTICA

«Llegaron a una finca que se llama Getsemaní , y dijo a sus discípulos: sentaos aquí mientras yo voy a orar. Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir horror y angustia, y les dijo: me muero de tristeza: quedaos aquí y estad en vela. Adelantándose un poco, cayó a tierra, pidiendo que si era posible se alejase de él aquella hora.»

Mc 14, 32-34.

oraciones

Santa Sede

HORA SANTA