Señor, soy un obrero. Y me siento orgulloso de serlo. Porque tú, Señor Jesús, también fuiste un trabajador.
Tus manos se encallecieron con el roce de la madera y del martillo y tu frente se perló de sudor.
Quiero hacer mi oficio con la certeza de ayudar a construir el mundo de acuerdo al mandato del Creador. Recuerdo ahora lo que nos dijiste por medio de tu apóstol Pedro: “Ustedes como piedras vivas, se van edificando para ser templo espiritual de Dios” (1 Pedro 2,5).
Cuando trabajo con responsabilidad y sentido de servicio me uno a todas las personas que en la tierra están empeñadas en hacer un mundo más humano. Mi labor no es menos importante que la del gerente de la empresa o la del alcalde de mi ciudad. Creo que lo que realmente vale es el esfuerzo por hacer las cosas bien.
Me asombro al ver que materiales inertes y sin forma, como la arena, el cemento, el hierro, se convierten, poco a poco, en una vivienda, un templo, un monumento. Y ahí están mis manos y mi inteligencia, haciendo el milagro.
Gracias, Dios, grande en tus obras, grande, sobre, todo, en tu obra maestra que somos los seres humanos. Hoy trabajaré, entonces, con más cuidado y, al mismo tiempo, en unión con mis compañeros obreros, haré lo posible para que nuestro oficio sea apreciado en todo su valor y remunerado con justicia.
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