CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

LECTIO ABRIL 28 DE 2024

Quinto Domingo de Pascua B
Un maravilloso planteamiento del discipulado (I):
La dinámica de la vid, los sarmientos y los frutos
Lectio de Juan 15, 1-8
Introducción

Después de haber leído el domingo pasado el evangelio del “Buen Pastor”, el pastor que “da su vida por las ovejas”, en este domingo profundizamos en la realidad de esa vida que nos ha sido dada: es su misma vida resucitada como fuerza de la nuestra, como “savia” que da vigor, desarrollo y plenitud a nuestra existencia.

Las preguntas que la Iglesia nos invita a hacernos en esta nueva etapa de nuestro caminar pascual es: ¿Cómo “toma cuerpo” en nosotros el misterio pascual?, es decir, ¿Cómo nos vivifica el Padre del Resucitado? ¿Y puesto que la vida es un proceso dinámico, tan fuerte como frágil, qué hay que hacer para que la vida de Jesús en nosotros se desarrolle verdaderamente?, ¿Qué frutos se esperan de nosotros los que vivimos la experiencia pascual? y, finalmente, ¿Qué rostro de Dios se revela en el misterio pascual?

Para ello se nos propone hoy la bellísima comparación (que llamamos “alegoría” –y no parábola- porque cada detalle cuenta para la explicación) de la “Vid, los Sarmientos y los frutos” o en términos más simples “el tronco, las ramas y los frutos” (nótese la dinámica de la comparación). Para nosotros, me refiero a los que vivimos en Colombia, que no somos de la cultura vinícola sino de los jugos de diversas frutas, nos pueden sonar extraños algunos términos o acciones descritas en la alegoría, sin embargo podemos aprender mucho de esta comparación que nos habla de nuestra profunda relación con Jesús y lo que debe resultar de ella.

El énfasis de toda la comparación está en el “dar frutos” (notemos la repetición en los versículos 2, 4, 5, 8 y 16, de este capítulo 15 de Juan; al menos cuatro veces leemos la expresión en el evangelio de hoy). Esto quiere decir que si por una parte, como lo vimos en la Cuaresma, Jesús es el grano de trigo que, muriendo, da mucho fruto (ver Jn 12,24), ahora por otra parte, en el tiempo pascual, Jesús es también la vid cuyos sarmientos deben dar ricos frutos: abundantes y de muy buena calidad.

Poco a poco la alegoría nos va conduciendo hacia esta reflexión: ¿Si la cepa es de tan buena calidad, entonces por qué los frutos que damos en el mundo no lo son?

Nuestra vida tiene un sólido fundamento, somos por naturaleza “de buena cepa”, el problema es que no nos percatamos de esta realidad y, por ende, no somos conscientes de los elementos que entran en juego en la configuración de la hermosa y vigorosa vida a la que hemos sido llamados y por la cual Dios se la ha jugado toda para hacerla posible en nosotros.

Por lo tanto, la alegoría de la “Vid y los Sarmientos” –con sus alusiones directas y sencillas a la realidad de la vida en crecimiento- nos lleva cuidadosamente a un análisis profundo para que descubramos de qué depende la fecundidad que proviene de la transformación pascual y de dónde viene la fecundidad apostólica de todos aquellos que experimentaron el “encuentro” y la “inserción” viva en el Señor Jesús.

Este es el domingo de la vida, de la fuerza radiante de la vida pascual que vence todas las esterilidades, tristezas y opacidades en nuestra vida.  Estamos llamados a vivir radiantes, creativos, productivos, felices de nuestras realizaciones, dejando que se exprese la fuerza vital escondida en la raíz.

1. El texto en su contexto

1.1. Leamos cuidadosamente el texto de Juan 15,1-8

“1 soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.
2 Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto.
3 Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he dicho.
4 Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.

5 Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.
6 Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden.
7 Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
8 La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (Juan 15,1-8)

1.2. La “Vid” en el imaginario de Israel

En el Antiguo Testamento Israel fue la “Viña” que Dios plantó.

Jesús se inspira en la vida cotidiana de un campesino judío para expresar realidades espirituales profundas y aquí tenemos un nuevo ejemplo de ello.

Sin embargo, no podemos olvidar que la simbólica de la “Vid” pertenece al imaginario colectivo de Israel como uno de los iconos que expresa su identidad como “Pueblo de Dios”, como pueblo de la “Alianza”.

En varias ocasiones vemos cómo en el Antiguo Testamento, Israel se representa como la “Viña de Dios”.

– El Salmo 80,9 deja entender que la viña es el símbolo de Israel: “Una viña de Egipto arrancaste, expulsaste naciones para plantarla a ella”.
– En el capítulo 5 de Isaías encontramos también la imagen de la “viña del Señor de los Ejércitos” (5,7) y allí se describe cómo Dios la cuidó con amor, pero cuando vino a buscar sus frutos no encontró nada sino agraces.

La imagen sugiere grandeza, una grandeza por la cual se hizo una gran inversión: “Vid frondosa era Israel” (Oseas 10,1).

Cuando Moisés envió a los exploradores para tomar información sobre la tierra que estaban a punto de habitar era el tiempo de las uvas y éstos volvieron con “un racimo de uva, que transportaron en una pértiga entre dos” (Números 13,23). La uvas eran tan grandes (como papayas, digo yo) que dos personas tuvieron que cargar el racimo. Esto era imagen de la riqueza de la tierra “que mana leche y miel” (Ex 3,8-9) y símbolo de la grandeza a la que estaba llamado el pueblo.  De ahí que se convirtiera en emblema de la nación entera.

En los tiempos de los Macabeos, por ejemplo, en un momento de renacimiento nacional, vemos que este emblema fue acuñado en las monedas que circularon en el momento.  Además, una de las glorias del Templo era la gran vid de oro que había en la fachada del “Sancta Sanctorum”, era considerado un gran honor hacer una donación al Templo para hacerle una nueva uva de oro a esa vid.

Pero el jardín del que se esperaba una gran fecundidad, resultó selvático e infecundo (ver Os 10,1-2).

La gran decepción: el viñedo era de “pura cepa” pero no dio los frutos de calidad esperados

En la voz fuerte de los profetas escuchamos la lamentación de Dios por la belleza perdida de su jardín: “Yo te planté de pura cepa”.  Veamos el pasaje completo de Jeremías:

“Yo te había plantado de la cepa selecta, toda entera de simiente legítima. Pues, ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda?” (Jeremías 2,21).

La “Vid” de la cual se esperaba mucho, resultó un fracaso, una decepción para el viñador.  La madera era buena, entonces, ¿por qué no salió con nada?  ¡El dolor es profundo!  En este sentido el profeta Ezequiel, por ejemplo, compara a Israel con una vid de cuya madera se esperaba que salieran cetros reales pero al final lo único para lo que sirvió fue para la leña de las cocinas israelitas:

“Tu madre se parecía a una vid plantada a orillas de las aguas. Era fecunda, exuberante, por la abundancia de agua. Tenía ramas fuertes para ser cetros reales; su talla se elevó hasta dentro de las nubes. Era imponente por su altura, por su abundancia de ramaje. Pero ha sido arrancada con furor, tirada por tierra; el viento del este ha agostado su fruto; ha sido rota, su rama fuerte se ha secado, la ha devorado el fuego… Ha salido fuego de su rama, ha devorado sus sarmientos y su fruto. No volverá a tener su rama fuerte, su cetro real” (19,10-14; ver también el capítulo 15 de Ezequiel).

1.3. El diálogo de Jesús con sus discípulos en la última cena

Jesús cuenta la alegoría de “la vid, los sarmientos y los frutos”, en el contexto de su discurso de despedida, donde él ha estado instruyendo a sus discípulos sobre el futuro del discipulado después de su muerte, es decir, sobre cómo continuaría la relación entre él y su comunidad en el tiempo pascual: “me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,28).  Jesús ha afirmado que en tiempo pascual: “Comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros” (14,20). Pero Jesús no les ha dicho el “cómo”.

Al final del capítulo, en Jn 14,31, Jesús hace una pausa. Le dice a sus discípulos que acaban de compartir con él la última cena: “levantaos, vámonos de aquí”. Entonces salen del cenáculo y se dirigen lentamente hacia el Getsemaní.

Ellos van rodeando lentamente la muralla de Jerusalén por el costado sur de la ciudad y descienden hacia el valle Cedrón. Al mismo tiempo van viendo los viñedos que había alrededor de Jerusalén en esta época. Recordemos que estamos en la fiesta de la Pascua, la fiesta de la luna llena, cuando la luna brilla con todo su esplendor en la noche. A la luz de la luna, Jesús y sus discípulos atraviesan los viñedos y ahí probablemente se desarrolla esta conversación.

Pareciera que Jesús de repente tomase una ramita y les dijera: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador” (15,1). Entremos también nosotros en la conversación.

2. Detengámonos en el texto

Podemos leer el texto de Juan 15,1-8 diferenciando tres partes bien cohesionadas entre sí, tres partes que forman un itinerario de fe:

(1) Los vv.1-3, describen la obra de Dios en el mundo, esto es, la obra del Padre en los hombres en la persona de Jesús. Esta parte es descriptiva y da el contenido de cada uno de los referentes. Por eso lo llamamos “La obra de Dios” (el amor del agricultor).

(2) Los vv.4-5, se centran en un imperativo, “permaneced”, que es la respuesta deseada a la obra de Dios, en nuestro caso al don de la vida que nos hace Jesús. Esta parte es exhortativa. Por eso lo llamamos “La respuesta del hombre” (la adhesión a Jesús).

(3) Los vv.6-8, en la que en dos ocasiones leemos frases condicionales “si Ustedes hacen esto, sucederá entonces esto”, nos señala las consecuencias de la obra pascual de Jesús incorporada en nuestra vida por el “permanecer”, es decir, nos permite ver cuáles son los frutos de la vida de Jesús en nosotros. Por eso lo llamamos “Los frutos de la comunión con Jesús” o “el gozo de Dios Padre” (oración eficaz, discipulado y misión).

2.1. La obra de Dios: La vid verdadera, los sarmientos y el viñador (vv.1-3)

“1 Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.
2 Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto.
3 Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he dicho” (15,1-3).

Jesús comienza diciendo “Yo soy la Vid”, “la Verdadera”.

Al decir “Yo soy la vid verdadera” Jesús no está diciendo que Israel fuera una falsa viña, sino que él es la verdadera viña de la cual la nación era un símbolo, una imagen. Es Jesús quien produce finalmente lo frutos que Dios ha estado esperando durante muchos siglos.  Es más, los frutos esperados sólo son posibles gracias a la comunión con Jesús.

Jesús afirma con una claridad insuperable cuánto la vida auténtica, la vida plena, proviene de él.

“Mi Padre es el viñador”. El término griego “georgós” significa agricultor (de ahí viene el nombre propio “Jorge”).  La obra del Padre es como la de un jardinero que cuida de la viña.  Su obra es a favor de la vida: que ella brote, se desarrolle y madure.  La imagen del agricultor y sus oficios propios, asociada a la obra de Dios, nos permite comprender toda la dedicación de Dios por nosotros y el sentido de su presencia en nuestras vidas.

El viñador no sólo escoge la cepa -buscando siempre la mejor- para su viña sino que se ocupa de ella observándola todos los días de punta a punta, para eliminar de ella todo lo que la pueda amenazar y, sobre todo, para hacer salir de ella los mejores frutos.

Lo primero que se ve es el “sarmiento”.  Recordemos que el sarmiento es el vástago de la vid, largo, delgado, flexible, nudoso, de donde brotan las hojas, las tijeretas y los racimos. Del tronco, de la cepa plantada, van brotando los sarmientos.  Si el viñador deja que los sarmientos broten y crezcan espontáneamente, sin ponerle mano, notaremos que de repente el tronco se llena muchos sarmientos, de todo tipo, como una especie de cabellera vegetal. Y es aquí donde el viñador tiene que intervenir.

En el v.3, Jesús dice que el viñador encuentra dos tipos de sarmientos: (1) uno negativo, los que no dan fruto y (2) otro positivo, aquellos que sí dan fruto.  Veamos cómo interviene el viñador:

(1) Lo que Dios Padre hace con las ramas secas que no dan fruto es: “Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta” (v.3ª).

Cuando hay sarmientos que son improductivos la vid se nota cargada de un follaje excesivo que no hace sino quitarle la savia a las demás ramas y reducir la cantidad de uvas que podrían aparecer.  La primera obra de Dios Padre es podar la vid, cortándole esos sarmientos que no producen fruto.

No es difícil entender el significado de la frase. En la 1ª carta de Juan (2,19) leemos: “salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros”.

(2) Lo que Dios hace con los sarmientos que se notan vivos, portadores de una gran fecundidad: “Todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (v.3b).

Los buenos sarmientos tampoco se quedan sin recibir la mano benéfica del viñador. De la misma manera, la segunda obra de Dios Padre es podar los sarmientos buenos para que den todavía más fruto. Y para ello usa su santa Palabra.

El término “podar”, en realidad es “purificar”, “limpiar” (no es “arrancar completamente”). Esto quiere decir que le hace retoques, que la recorta un poquito, para lograr lo que quiere de su viña. Así, el viñador no sólo va recorriendo la vid arrancando las ramitas secas sino que le va haciendo pequeños retoques a aquellos más prometedores, de manera que los potencializa para que se vean mayores resultados.

Entendemos así que lo que el viñador hace no es un acto hostil ni violento contra los sarmientos. Lo que está haciendo es bueno e inteligente: a quien puede dar más, Dios le pide más.

El modo como Dios nos purifica para que demos más está en las enseñanzas de Jesús. Se puede hablar de una función “purificadora” de la Palabra de Dios. Por medio de ella comprendemos:

(a) en qué puntos de nuestra vida es que tenemos que trabajar;
(b) cómo en nuestras debilidades, allí donde no podemos salir adelante por nuestras propias energías, donde nuestras capacidades personales son insuficientes, Dios está obrando;
(c) que sólo por la obra del Padre que nos purifica misteriosamente con la Cruz de su hijo y nos colma con la fuerza irresistible de su amor (ver Jn 3,16-17), es que nosotros podemos “dar fruto”.

Del encuentro con la Palabra de Dios debe siempre resultar un “dar más fruto”. Sobre este punto trató el capítulo 14 de Juan. Hay una relación muy grande entre la Palabra y la transformación personal: “Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta, el Padre que permanece en mí es que realiza las obras” (Jn 14,10).  La consecuencias es que: “hará las obras que yo hago, y hará mayores aún” (14,12).

Pero ciertamente la purificación de la Palabra es una purificación en el amor:

Lima las asperezas de las malas relaciones, sana las relaciones fracasadas, aproxima las distancias. La Palabra sumerge siempre en una comunión profundísima con Dios que se irradia en todas las demás relaciones: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (14,23).  Esta es la Palabra que nos hace libres: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (8,31-32).

Muchas veces hacemos esta experiencia.

Hay ocasiones en las que estamos desolados, tristes, con sentimiento de fracaso, nos sentimos débiles, experimentamos las consecuencias de los choques de la vida. Sin embargo, la obra del amor del Padre hace brotar de dentro, de su inhabitación en nosotros, una vitalidad renovada que le da nuevo sentido, luz y color a todas las cosas (ver Jn 3,21; 14,27; 15,11); la savia se manifiesta como autenticidad, amor, paz y gozo.

Por lo tanto el “fruto” esperado está relacionado con la “Palabra” sembrada en nosotros, la cual se manifiesta como conversión y compromiso, como cristificación de nuestra vida, esto es, como transparencia de la “Palabra encarnada” (Jn 1,14) que vivificó las oscuras soledades del mundo.

Esta es la obra del Padre en todos nosotros, por medio de la revelación de Jesús en sus palabras y en la “gran palabra” que es su muerte y resurrección por nosotros.  El Padre tiene formas maravillosas para hacer resurgir la fuerza de la vida de Jesús en nosotros, de manera que nuestra existencia tenga el calor, la felicidad, la integridad (o sea, la santidad), la paz,  la belleza de la vida de Jesús reflejada en nuestro rostro.

Esta es la nueva, la verdadera y la definitiva viña del Señor.

2.2. La respuesta del hombre: “permanecer” en Jesús (vv.4-5)

“4 Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
5 Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en Él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (vv. 4-5).

La obra de Dios solicita nuestro compromiso, nuestra participación. No podemos esperar que los resultados caigan del cielo si no hacemos el esfuerzo de involucrarnos vitalmente en el cielo viviente que es Jesús, si no nos incorporamos en él. Una rama sólo puede dar verdaderamente sus frutos si está unida al tronco, si recibe su flujo vital.

Por eso Jesús pide una sola cosa: “¡Permaneced!”

El término “permanecer” (“meno” en griego) tiene dos connotaciones que apuntan a un qué y a un cómo. El “qué” es la inserción en la persona de Jesús; según esto, el “permanecer” en Jesús describe una relación profunda que consiste en el “estar” en Él, el “habitar” en Él, el “fundamentarse” en Él. El “cómo” es la constancia en esa relación, la fidelidad que implica. Esto es lo que los otros evangelios llaman “seguir a Jesús”. El discipulado es el vivir este “permanecer” en Jesús en todas las circunstancias de la historia, acogiendo y expresando allí la vida del Resucitado.

Jesús invita entonces a entrar en la dinámica de una bella y sólida relación con Él: “Permaneced en mí”.  Este “en mí” indica que la vida del cristiano consiste en encarnar la dinámica de vida de Jesús: un apoyar la vida toda en la persona de Jesús y permitir que poco a poco se cristifique el ser. Es lo que Pablo decía: “vivo, pero ya no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).  La vida de uno como discípulo consiste en esta interacción fecunda.

“Permanecen en mí, como yo en vosotros”, indica un doble proceso:

(1) El “permaneced” en mí, que está en voz activa, es lo que nosotros debemos hacer;
(2) El “como yo en vosotros”, que está en voz pasiva, es lo que Jesús hace en nosotros. Sólo en este doble movimiento se hace un verdadero discípulo, un solo aspecto no es suficiente. Es aquí donde muchas veces nos equivocamos en nuestra vida espiritual: o caemos en la autosuficiencia espiritual (una autosantificación) o caemos en un conformismo que espera que Dios se encargue de él solo de todo.  La vida espiritual es este “juntos”, sólo así brota una vida fructuosa.

Entonces, de aquí se desprende que la relación con Jesús que caracteriza a un verdadero (¡viviente!) discípulo es:

–  Radical (=hasta la raíz, es decir, total)
– Constante
– Progresiva
– Interactiva
– Productiva

Con todo, Jesús nos invita a considerar cuidadosamente el contenido de esta relación: ¿Cuál es la atmósfera y el vínculo de esta relación circular?  Para ello, nos presenta las dos caras de la moneda:

(1) La vida cristiana “vacía” de Jesús y
(2) La vida cristiana cuyo “contenido” es Jesús.

(1) Primera cara de la moneda: “no puede dar fruto por sí mismo”

Ahondando en la comparación de la vid y el sarmiento, Jesús subraya la necesidad que lo segundo tiene de lo primero: “Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí”.

El comienzo del v.5 lo enfatiza ahora con toda claridad: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos”. Sólo hasta este versículo –y precisamente en el centro de esta sección de la enseñanza- Jesús revela que los sarmientos son los discípulos (aunque se presupone en los anteriores) porque el tema ahora es la dinámica de vida cristiana, esto es, el discipulado. Lo que queda claro ahora es que la dinámica del discipulado es la de la construcción progresiva, cada vez más honda y fuerte, de la “comunión” con Jesús. He aquí el secreto de la fecundidad espiritual y apostólica.

Cualquier intento de llegar a algún resultado prescindiendo de Jesús está destinado al fracaso.

Sin Jesús un discípulo no puede hacer nada, está perdido en el mundo, no tiene identidad ni misión ni ruta. Por lo tanto, debe tratar de estar unido a Él lo más estrecha y sólidamente posible.  Y esta necesidad está motivada también por el hecho de que Dios mismo ha puesto todo su interés para que los discípulos den el máximo de ellos mismos y, de esa manera le den frutos de vida al mundo (ver el v.2).

Un discípulo de Jesús que no tiene a Jesús como punto de partida de todo lo que hace, realiza un seguimiento amorfo y gaseoso, vive una espiritualidad vacía y una piedad doble que es cumplidora (y da buena apariencia) pero que consiste en salirse siempre con la suya.

(2) Segunda cara de la moneda: “El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto”

El punto principal no es el hecho negativo de lo que le sucede al discípulo separado de Cristo, sino lo positivo, el gran misterio que encierra su comunión con Él: Jesús y su discípulo “permanecen” el uno en el otro.

Este es el culmen de la experiencia bíblica de la “Alianza”: “Yo seré vuestro Dios y vosotros mi pueblo”.  Sólo que la experiencia de la Alianza da un paso hacia delante, ya no es el estar el uno junto con el otro, sino el uno en el otro, es decir, una relación idéntica a la que Jesús sostiene con el Padre: “El Padre permanece en mí…  Yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (14,10-11).

Esto se traduce en la vida cotidiana en un tremendo sentido de la presencia de Jesús en nuestra vida, en la toma de conciencia continua de lo que está obrando en y a través de nosotros y en la paciencia y la docilidad para dejarnos conducir por Éll.  Este es el ejercicio del “Él en mí y yo en Él”. La oración y la vida cotidiana del discípulo deben estar impregnadas de este ejercicio.

2.3. Los frutos de la comunión con Jesús: Oración, Discipulado y Misión de alta calidad (vv.6-8)

“6 Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden.
7 Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
8 La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (vv.6-8).

Con dos condicionales (“si alguno… entonces”) y una frase conclusiva (“La gloria del Padre consiste en…”) concluye nuestro texto.  Aquí se responde a la pregunta: ¿Qué resulta de la comunión con Jesús?  Como quien dice: ¿Qué debemos esperar de un discípulo de Jesús –que sea, que viva y que haga- en el mundo de hoy?

Tenemos aquí una bella síntesis de todos los versículos anteriores, cuyas enseñanzas se proyectan ahora en la vida cotidiana.

Para enfatizar las consecuencias de  la comunión con Jesús, se presentan de nuevo las dos caras de la moneda que vimos anteriormente.

(1) Fuera de la comunión con Jesús: “Si alguno no permanece en mí…”

De nuevo la primera obra del Padre es remover los sarmientos que no producen fruto (ver de nuevo el v.2ª): el Padre los “arroja fuera” y “se secan”.  Los que parecen ser discípulos pero no lo son (mucha hoja pero nada de fruto), son sometidos al juicio que Jesús describe con esta sugerente comparación:

– “Los recogen”.
– “Los echan al fuego”.
– “Arden”.

Esto nos recuerda otros pasajes de los otros evangelios, como por ejemplo Mt 25,41-46.  No es que Dios quiera hacernos daño, es cada persona la que se daña a sí mismo con una mala orientación, firme y consciente, de su proyecto de vida.  El destino final no hace sino confirmar lo que cada uno construyó a lo largo de su historia. Como decimos “se tiró la vida”, “no dio con nada”, el final es el resultado de la propia contradicción.

Enfaticémoslo: del dar fruto o no depende el destino personal. Jesús no nos ha llamado para sostener con él una amistad individualista (una “piedad privada”), nos ha destinado para comprometernos con el mundo que nos rodea, un mundo en el que –por muchas razones- hay sarmientos secos que esperan que hagamos la obra vivificadora y potencializadora del crecimiento característica del Padre y Jesús.  De nuestro compromiso con la vida de los otros depende nuestro destino.

(2) Dentro de la comunión con Jesús: “Si permanecéis en mí y mi palabra en vosotros”

Cuando una persona vive en comunión (radical, constante, progresiva, interactiva y productiva) con Jesús los frutos se ven.  Los frutos evidencian un discipulado intenso. Los frutos constituyen el criterio último de la vida espiritual.

Y los frutos (los jugosos racimos de uva que provienen de esta fecunda vid) no son abstractos: se trata de la vivencia de lo que Jesús dice en sus enseñanzas, es decir, vienen de la obediencia a la Palabra. Por eso sustituye el “yo permanezco en él” por la frase “mis palabras permanecen en vosotros” (v.7ª).

Esto lo aclara Jesús más adelante: “Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor” (15,10). Lo que Jesús pide que se haga es “amarse los unos a los otros como él nos amó en la Cruz”, esto es, amar y perdonar,  sumergirse en el abandono confiado al Padre, entregarse incondicionalmente en el servicio y en la misión dando la propia vida.

El primer gran fruto: la oración eficaz

En una vida comprometida de esta manera (sobre esta base de la relación justa y amorosa con los demás) la oración (la petición: lo que se espera de Dios) se vuelve eficaz: “Pedid lo que queráis y lo conseguiréis” (v.7b). En otras palabras, los esfuerzos que estamos esperando realizar alcanzan sus logros. Y esto porque nuestra vida está en sintonía con el querer de Dios.  La eficacia de la oración está condicionada al plan de Dios, un plan que conoce quien está en comunión de vida con Jesús.

Esto significa:

(1) vivir lo que Jesús nos ha prometido en su Buena Noticia, y
(2) llevar a cabo su obra en el mundo.

Profundicemos:

(1) Notemos que en el texto Jesús dice “mis palabras” no utiliza el término griego “logos”, que indica la Biblia entera, sino “rhema”, que indica las promesas específicas de Jesús. Esto es precisamente lo que hay que pedir.  No olvidemos que la oración y la Palabra de Dios van juntas: la Palabra nos describe el amplio cuadro de la obra de Dios en el mundo, lo que Él hace para nuestra salvación, para nuestra plenitud como creaturas suyas.  Esto es lo que nos ofrece como promesa.  La oración no es una manera de arrancarle a Dios lo que yo quiero que Él haga, sino pedir que haga lo que prometió hacer. Por eso hay que orar en sintonía con la Palabra: “Si mis palabras… pedid… lo conseguiréis”.  A veces puede tomar algo de tiempo, pero ciertamente lo hará.

(2) Si miramos el contexto del discurso de despedida de Jesús (Juan 14-16) notaremos también que cuando Jesús habla de la oración no se refiere a cualquier tipo de petición. Constantemente se refiere a la oración que implora la fecundidad de la misión (que al fin y al cabo es la obra transformadora del mundo). Leamos Jn 14,12-14. Una vez más queda claro que la fecundidad de evangelización (y todo esfuerzo por transformar el mundo) depende en última instancia de la comunión con Jesús y de la obra del Padre.

El segundo gran fruto: el glorificante testimonio que atrae al mundo

El texto concluye con la frase: “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (v.8).

Podríamos decir que aquí está la síntesis todas las enseñanzas. Se comenzó con la obra del Padre (una especie de nuevo génesis en la vida pascual del cristiano, como se describió en el v.2: “Mi padre es el viñador” que trabaja por la viña “para que de mas fruto”) y se termina con la “gloria del Padre” en la plenitud de la vida (ver el v.6 que se refiere al final de los tiempos).  El Padre está en el origen y en el culmen de todo.

Un discípulo le da “gloria” al Padre, es decir, revela su verdadera realidad de Padre generador de vida. La manera de evidenciarlo es:

(1) Viviendo en comunión con Jesús –que es la plenitud de vida- en la dinámica del discipulado y
(2) Convirtiéndose en un valiente apóstol que esparce frutos de vida por doquiera que va.  Notemos que hay un “hacia dentro” y un “hacia fuera”, en la dinámica del hombre nuevo creado por Dios.

Los dos aspectos van juntos y configuran una vida de glorificante testimonio. Por estilo de vida de los discípulos, por el gozo, el amor y la paz que irradian –que son los dones pascuales de Jesús- , por su compromiso concreto a favor de la vida en el mundo, los discípulos atraen a mucha gente hacia esta novedosa experiencia de Dios. Y en esta fecundidad misionera que hace del mundo la viña –el jardín de la vida- que Dios siempre quiso, “el Padre es glorificado”, es decir, es reconocido y acogido por el mundo todo como Padre generador de vida.

3. Releamos nuestra vida: la dolorosa incorporación a Cristo

La alegoría de la “Vid, los Sarmientos y los frutos” (Jn 15,1-8) que leemos en este quinto domingo de Pascua nos llevó a considerar atentamente lo que se anunció el domingo pasado como obra principal de Jesús Buen Pastor: “Él da la vida”, “Él nos vivifica dándonos su propia vida”.

Una vez que hemos leído el texto completo, casi palabra por palabra, podríamos detenernos reposadamente en la obra pascual descrita en la alegoría contada por Jesús. En la Pascua somos incorporados bautismalmente en la persona de Jesús, muriendo y resucitando con Él.  Para el evangelio de Juan esta incorporación puede ser comprendida si nos fijamos en la comparación tomada del mundo agrícola palestino.

La Pascua de Jesús hace posible en el mundo el jardín de la vida, de la vida abundante y con calidad, que es el jardín del amor (Jn 15,9), de la alegría (15,11) y de la paz (14,27). Pero este jardín brota en la Cruz, allí donde Jesús le dio su propia vida al mundo.

¿Cómo aparece la Cruz vivificadora en el pasaje de hoy? 

En el v.2, donde dice que el sarmiento es trabajado dolorosamente por el viñador. Se habla de “cortar” y de “podar”. En Jn 3,16-18, del que hicimos la “Lectio” en el tiempo de cuaresma pasado, vimos que la Cruz era juicio para quien no la acogía (“ya está juzgado porque no ha creído”, Jn 3,18), pero que Dios se la jugó toda por la salvación: “no ha enviado a su Hijo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por él”, Jn 3,17).  Notemos las correspondencias entre los dos pasajes.

Pero hoy tenemos la oportunidad de ir un poco más allá en el caso del creyente: Dios interviene en nuestra vida con la Cruz y la Cruz es salvífica.

Cuando Dios interviene en nuestra vida con la Cruz, no quiere decir que esté rabioso con nosotros, ni que nos esté castigando. Se trata de lo contrario.

Claro que uno se pregunta: “¿Por qué el viñador poda el sarmiento y lo “hace llorar”, como acostumbramos decir?  Pues por una razón muy sencilla: si no la poda, fuerza la vid, se desperdicia, se cosecharán más uvas de las debidas, a lo mejor tiene más cantidad pero se pierde calidad puesto que no todas llegan a la maduración, y esto le baja la gradación al vino.  Recordemos que cuando una vid permanece mucho tiempo sin que la poden, comienza a tener una apariencia selvática y solamente produce racimos de uvas silvestres, pequeñas y amargas, de mala calidad.

Lo mismo sucede con nuestra vida. Veámoslo con un ejemplo concreto: vivir es optar continuamente y toda opción implica una renuncia. Una persona que en la vida quiere hacer muchas cosas al mismo tiempo o cultiva una infinidad de intereses y de hobbies, termina dispersa, no da excelencia en sus asuntos. De ahí que es necesario “podar”, esto es, tener el coraje de tomar decisiones dejando de lado algunos intereses secundarios para concentrarse en algunos prioritarios.  Y esto vale también para otros ámbitos de la vida, como por ejemplo, determinados hábitos que nos hacen daño o le hacen daño a otros.

Es así como se moldea nuestra vida de discípulos, como Jesús se forma en nosotros, como somos cristificados pascualmente.

La santidad se parece a una escultura.  Leonardo da Vinci, definió la escultura como “el arte de quitarle a la piedra lo que le sobra”.  Todas las demás artes consisten en agregar algo: el color se agrega al lienzo en la pintura, la piedra se le suma a otra piedra en el caso de la arquitectura, una nota se le agrega a otra en el caso de la música.

Sólo en el caso de la escultura lo que se hace es quitar en lugar de agregar: al bloque de mármol se le quita con el cincel y el martillo todo aquello que le sobra para que aparezca la figura que el escultor tiene en la cabeza.  También la perfección, la maduración cristiana se obtiene así: quitando, podando las piezas inútiles, es decir, los deseos, las ambiciones, los proyectos y las tendencias internas que nos dispersan del objetivo central de la vida y no nos permiten realizarnos de verdad.

Les voy a poner otro ejemplo, esta vez con un cuento. Un día, Miguel Angel, paseándose por un jardín de Florencia, vio de lejos, en una esquina, un bloque de mármol que sobresalía de la tierra, estaba medio cubierto de hierba y de fango.  De repente se detuvo, como si hubiera visto a alguien conocido, y dirigiéndose a los amigos que lo acompañaban les dijo: “En aquél bloque de mármol está encerrado un ángel, debo sacarlo”.  Y armándose de un cincel comenzó a arrancar pedazos de piedra de aquél gran bloque hasta que fue emergiendo poco a poco la figura de un ángel.

También Dios nos mira y nos ve así:

Como a los bloques de piedra que todavía están amorfos pero con una gran potencialidad, y dice enseguida: “Allí dentro está escondido un hombre nuevo que espera que lo saque a la luz; es más, está escondida una imagen de mi propio Hijo Jesús, quiero sacarlo”.

Y entonces, qué hace, toma el cincel que es la Cruz y comienza a trabajar. Toma las tijeras del viñador y comienza a podar. No debemos ponernos a buscar qué cruces nos pueden santificar más, eso no le agrega nada a lo que la vida, ella solita, nos presenta con su carga de sufrimiento, de pesadez, de tribulaciones.  Y Dios aprovecha precisamente eso para nuestra purificación y nos ayuda a hacer brotar el hombre nuevo que ha estado creando en nuestra interioridad.

Esto es lo que el Padre quiere, lo que más desea de nuestra vida, lo que le da gloria: que demos mucho fruto y que lleguemos a ser de verdad discípulos de Jesús (v.8). Dios quiere que brote la vitalidad, que desarrollen todas las potencialidades de nuestra existencia, y para ello tenemos que permanecer unidos a Jesús.

Dios Padre tiene muchos caminos para llevarnos a una unión más profunda con Jesús, para que podamos vivir la intensidad y la gracia de su vida resucitada. Lo que Dios quiere es nuestra felicidad, nuestra integridad, nuestra santidad. No que nos quedemos pasmados (como los racimos de uva que no fueron convenientemente trabajados) sino que nuestro proyecto de vida sea exitoso, que se refleje en nuestro rostro la belleza de la vida, la belleza de la personalidad cristiana, no la tristeza sino la serenidad, en otras palabras, la belleza de Dios.

4. Releamos el Evangelio con un Padre de la Iglesia

“El Señor dice que Él mismo es la Vid, y que somos como las varas que de ella brotan.
En efecto, fuimos generados a partir de Él y en Él, en el Espíritu, para dar frutos de vida, pero de una vida nueva que consiste esencialmente en el amor operante para con Él.
Antes dábamos frutos marchitos de una vida decadente.

Somos, pues, conservados en el ser, insertos de alguna manera en Él, si nos mantenemos prendidos tenazmente a sus santos mandamientos que nos fueron dados, si ponemos todo nuestro empeño en conservar el grado de nobleza conseguido, y si no permitimos que sea entristecido el Espíritu que habita en nosotros, aquel espíritu que nos revela el sentido de la inhabitación divina.

La manera como estamos en Cristo y Él en nosotros, nos lo explica san Juan: ‘Por esto se conoce que permanecemos en Él y Él en nosotros: por el Espíritu que nos concedió’ (1 Juan 3,24; ver 4,13). Tal como la raíz le transmite a las ramas las cualidades y la condición de su naturaleza, así el Verbo Unigénito de Dios le concede a los hombres, y sobre todo a aquellos que están unidos a Él por medio de la fe, su Espíritu…”. (San Cirilo de Alejandría, In Io. ev., lib. 10,2)

5. Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón:

5.1. Releamos el texto e interroguémoslo:

5.1.1. ¿Cómo “toma cuerpo” en nosotros el misterio pascual?, es decir, ¿Cómo nos vivifica a nosotros el Padre del Resucitado?

5.1.2. ¿Y puesto que la vida pascual es un proceso dinámico, tan fuerte como frágil, qué hay que hacer para que la vida de Jesús en nosotros se desarrolle verdaderamente?

5.1.3. ¿Qué frutos se esperan de nosotros los que vivimos la experiencia pascual?

5.1.4. ¿Sobre qué base se edifican la vida de oración, la vida comunitaria y el apostolado?

5.1.5. ¿Qué rostro de Dios se revela en el misterio pascual?

5.2. Releamos con la “luz” de la Palabra las honduras de nuestra propia vida:

5.2.1. ¿Mi vida es un sarmiento seco o viviente?

5.2.2. ¿Qué potencialidades descubro en mi vida que todavía no se han desarrollado?

5.2.3. ¿Cómo me ha purificado el Señor en los últimos tiempos? ¿Cómo se ha dado la Cruz-Pascual en mi vida? ¿Me he resistido o me he abierto?

5.2.4. ¿Qué medios me ayudan a sostener la “unión” viva a Jesús? (la Lectio Divina, los Sacramentos, los compromisos apostólicos, la oración, etc.)

5.2.5. ¿Qué decisiones (del tipo “arrancar definitivamente” o “podar”) descubro que debo tomar a partir de la “Lectio” de este evangelio?

P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM

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