VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA A MADAGASCAR ENCUENTRO CON LAS RELIGIOSAS CONTEMPLATIVAS EN EL MONASTERIO DE LAS CARMELITAS DESCALZAS
(4-10 DE SEPTIEMBRE DE 2019)
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Antananarivo
Sábado, 7 de septiembre de 2019
Discurso preparado por el Santo Padre y entregado durante el encuentro
Querida Madre Magdalena de la Anunciación,
Queridas hermanas:
Agradezco la cálida bienvenida, así como sus palabras, querida Madre, que son como el eco de todas las monjas contemplativas de varios monasterios de este país. Les agradezco, queridas hermanas, por dejar por un momento la clausura, para manifestar vuestra comunión conmigo y con la vida y misión de toda la iglesia, especialmente la de Madagascar.
Doy gracias por vuestra presencia, por vuestra fidelidad, por el testimonio luminoso de Jesucristo que ofrecéis a la comunidad.
En este país hay pobreza, es verdad, ¡pero también hay mucha riqueza! Rico en bellezas naturales, humanas y espirituales. Hermanas, vosotras también participáis de esta belleza de Madagascar, de su gente y de la Iglesia, porque es la belleza de Cristo la que brilla en sus rostros y en sus vidas. Sí, gracias a vosotras, la Iglesia en Madagascar es aún más hermosa a los ojos del Señor y también a los ojos de todo el mundo.
Los tres salmos de la liturgia de hoy expresan la angustia del salmista en un momento de prueba y peligro. Permitidme detenerme en el primero, es decir sobre la parte del Salmo 119, el más largo del salterio, compuesto de ocho versos por cada letra del alfabeto hebreo. Sin duda su autor es un hombre de contemplación, alguien que sabe dedicarle tiempos largos y bellos a la oración. En el pasaje de hoy, la palabra que aparece varias veces y le da tonalidad a todo es “consumir”, usada sobre todo en dos sentidos.
El orante se consume por el deseo del encuentro con Dios.
Vosotras sois testimonio vivo de ese deseo inextinguible en el corazón de todos los hombres. En medio de las múltiples ofertas que pretenden —pero no pueden— saciar el corazón, la vida contemplativa es la antorcha que lleva al único fuego perenne, «la llama de amor viva que tiernamente hiere» (san Juan de la Cruz). Vosotras representáis «visiblemente la meta hacia la cual camina toda la comunidad eclesial que «se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, preanunciando de este modo la gloria celestial» (Const. ap. Vultum Dei quaerere, 2).
Siempre estamos tentados de saciar el deseo de lo eterno con cosas efímeras. Nos vemos expuestos a mares embravecidos que sólo terminan ahogando la vida y el espíritu: «Como el marinero en alta mar necesita el faro que indique la ruta para llegar al puerto, así el mundo os necesita a vosotras. Sed faros, para los cercanos y sobre todo para los lejanos, antorchas que acompañan el camino de los hombres y de las mujeres en la noche oscura del tiempo.
Sed centinelas de la aurora (cf. Is 21,11-12) que anuncian la salida del sol (cf. Lc 1,78). Con vuestra vida transfigurada y con palabras sencillas, rumiadas en el silencio, indicadnos a Aquel que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia y da vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Como Andrés a Simón, gritadnos: “Hemos encontrado al Señor” (cf. Jn 1,40).
Como María de Magdala la mañana de la resurrección, anunciad: “He visto al Señor” (Jn 20,18)» (ibíd., 6).
Pero también el salmo habla de otro consumir: el que se refiere a la intención de los malvados, de quienes quieren acabar con el justo; ellos lo persiguen, le ponen trampas y lo quieren hacer caer. Un monasterio siempre es un espacio donde llegan los dolores del mundo, los de vuestro pueblo. Que vuestros monasterios, respetando su carisma contemplativo y sus constituciones, sean lugares de acogida y escucha, especialmente de las personas más infelices.
Hoy nos acompañan dos madres que han perdido a sus hijos y representan todos los dolores de vuestros hermanos isleños. Estad atentas a los gritos y las miserias de los hombres y mujeres que están a vuestro alrededor y que acuden a vosotras consumidos por el sufrimiento, la explotación y el desánimo. No seáis de aquellas que escuchan sólo para aligerar su aburrimiento, saciar su curiosidad o recoger temas para conversaciones futuras.
En este sentido tenéis una misión fundamental que llevar a cabo.
La clausura os sitúa en el corazón de Dios y, por tanto, allí donde Él tiene su corazón. Escucháis el corazón del Señor para escucharlo también en vuestros hermanos y hermanas. La gente que os rodea es a menudo muy pobre, débil, agredida y herida de mil maneras; pero está llena de fe, y reconoce instintivamente en vosotras a testigos de la presencia de Dios, preciosas referencias para encontrarse con Él y obtener su ayuda.
Ante tanto dolor que los va consumiendo por dentro, que les roba la alegría y esperanza, y los hace sentir extranjeros, vosotras podéis ser un camino hacia esa roca que evocamos en otro de los salmos: «Escucha, oh Dios, mi clamor, atiende a mi súplica. Te invoco desde el confín de la tierra con el corazón abatido: llévame a una roca inaccesible» (Sal 60, 2,3).
¡La fe es el mayor bien de los pobres!
Es de suma importancia que esta fe sea anunciada, fortalecida en ellos, que realmente los ayude a vivir y esperar. Y que la contemplación de los misterios de Dios expresada en vuestra liturgia y en vuestros tiempos de oración, os permita descubrir mejor su presencia activa en cada realidad humana, incluso la más dolorosa, y dar gracias porque en la contemplación Dios os regala el don de la intercesión.
Con vuestra oración vosotras como esas madres cargáis a vuestros hijos en vuestros hombros y los lleváis hacia la tierra prometida. «La oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: “Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo” (2 M 15,14)» (Exhort. ap. Gaudete et exultate, 154).
Queridas hermanas contemplativas: Sin vosotras, ¿qué sería la Iglesia y los que viven en las periferias humanas de Madagascar?
¿Qué pasaría con todos aquellos que trabajan en la vanguardia de la evangelización, y aquí en particular en las condiciones más precarias, las más difíciles y, a veces, las más peligrosas? Todos ellos se apoyan en vuestra oración y en la ofrenda siempre renovada de vuestras vidas, una ofrenda muy preciosa a los ojos de Dios y que os hace partícipes del misterio de la redención de esta tierra y de las personas queridas que viven en ella.
«Estoy como un odre puesto al humo», dice el salmo (119,83), haciendo alusión al largo tiempo transcurrido viviendo este doble modo de ser consumido: por Dios y por las dificultades del mundo. A veces, casi sin querer nos vamos alejando, y caemos en «la apatía, en la rutina, en la desmotivación, en la desidia paralizadora» (Const. ap. Vultum Dei quaerere, 11). No importan, no importan los años que tenéis o la dificultad para caminar o llegar a tiempo para los oficios. No somos odres puestos al lado del humo sino troncos que arden hasta consumirse en el fuego que es Jesús; quien nunca nos defrauda y toda deuda paga.
Gracias por este momento compartido. Me confío a vuestras oraciones. Os confío todas las intenciones que llevo conmigo en este viaje a Madagascar; recemos juntos para que el Espíritu del Evangelio germine en los corazones de todo nuestro pueblo.