CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

SAN JUAN

SAN JUAN

En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.

 Ella estaba en el principio con Dios.

 Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.

 En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres,

 y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.

(San Juan 1,1-5)

EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN

El cuarto Evangelio difiere considerablemente de los tres anteriores, tanto por su forma literaria cuanto por su contenido. La tradición cristiana lo atribuye al Apóstol JUAN, a quien identifica con «el discípulo al que Jesús amaba» (13. 23; 19. 26; 20. 2; 21. 7, 20), y hay varios indicios en el mismo Evangelio que corroboran esta atribución. De todas maneras, la redacción final del Libro es el resultado de una larga elaboración en la que también intervinieron los discípulos del Apóstol.

La obra fue concluida hacia el año 100, y tenía como destinatarios inmediatos a las comunidades cristianas de Asia Menor.

El Evangelio de San Juan gira en torno a un tema fundamental: Jesús es el Enviado de Dios, su Palabra por excelencia, que vino a este mundo para hacernos conocer al Padre. Él no habla por sí mismo, sino que «da testimonio» de la Verdad que escuchó del Padre (3. 11-13, 31-34), y toda su vida es una revelación de la «gloria» que recibió de su mismo Padre antes de la creación del mundo (17. 1-5).

Con más insistencia que los otros evangelistas, Juan acentúa la oposición entre Jesús –la «Luz», el «Camino», la «Verdad» y la «Vida»– y los que se niegan a creer en Él, designados habitualmente con el nombre genérico de «los judíos». Jesús no vino a «juzgar» al mundo, sino a salvarlo. Pero, por el simple hecho de manifestarse a los hombres, él los pone ante una alternativa: la de permanecer en sus propias «tinieblas» o creer en la «luz». El que no cree en Jesús «ya» está condenado, mientras que el que cree en Él «ya» ha pasado de la muerte a la Vida y tiene Vida eterna.

A diferencia de los Evangelios sinópticos, que mencionan una sola «subida» de Jesús a Jerusalén, este Evangelio habla de tres Pascuas celebradas en la Ciudad santa. Más aún, casi toda la actividad pública del Señor, se desarrolla dentro del marco litúrgico de alguna festividad judía. En lugar de las parábolas del Reino utilizadas a manera de comparaciones, tan características de los otros Evangelios, Juan se vale de breves y expresivas alegorías, como por ejemplo, la de la vid y los sarmientos y la del buen Pastor. También emplea diversos «símbolos» para referirse a la persona de Jesús y a los bienes que él brinda a los hombres: en especial, el «agua» y el «pan» le sirven para hacer una verdadera «catequesis sacramental» sobre el Bautismo y la Eucaristía.

El autor de este Evangelio vuelve constantemente sobre los mismos temas, desarrollándolos y profundizándolos una y otra vez. En cada uno de esos temas está contenido todo el misterio de Cristo. Pero más que los «hechos» de su vida, lo que le interesa y quiere poner de relieve es el «significado» que ellos encierran y que sólo la fe puede descubrir. Desde esa perspectiva, Juan interpreta las obras y amplía los discursos de Jesús, como fruto de una larga y profunda contemplación. Su objetivo fundamental es conducirnos a la Vida eterna, que consiste en conocer al «único Dios verdadero» y a su «Enviado, Jesucristo» (17. 3). Con razón se ha llamado al Evangelio de Juan el «Evangelio espiritual».

PRÓLOGO

Mientras que el Evangelio de Marcos se inicia con el bautismo del Señor y los de Mateo y Lucas se remontan a su infancia, Juan va más lejos todavía y comienza hablando de su origen divino. En su Prólogo tan característico, presenta a Jesús como la «Palabra» de Dios personificada, que existía desde siempre junto al Padre y «era Dios» (1. 1-2). Esa Palabra trasciende infinitamente el mundo y la historia, pero a la vez es una Palabra «creadora»: «Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra», y en ella está la Vida que ilumina a los hombres (1. 3-4).

Y para revelarles el rostro invisible de Dios y hacerlos participar de su filiación divina, la Palabra eterna e increada «se hizo carne» y vino a convivir con los hombres «como Hijo único» del Padre (1. 14). Es el Misterio de la Encarnación: Dios tiene ahora un rostro humano. Al advertirnos que las tinieblas del mundo no recibieron a la Palabra (1. 5, 11), Juan anticipa el tema del eterno conflicto entre la luz y las tinieblas, tan destacado en su Evangelio. Más que una introducción, este admirable Prólogo –como la obertura de una ópera– es un resumen de todos los temas contenidos en el resto del Libro.

Fuente: catholic.net 

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