
Diego de Robles
Erigido, en 1586, el pequeño santuario o ermita de Guápulo, los indígenas de Lumbicí, lugar perteneciente al pueblo de Cumbayá, desearon tener una copia lo más exacta posible de la bellísima y ya afamada Imagen de Nuestra Señora de Guápulo, a cuyo fin contrataron con el mismo artífice, Diego de Robles, que esculpió esta preciosa estatua, que trabajara también el trasunto, con el cedro y otros maderos que le habían sobrado de la primera. El escultor que era entendido y hábil, realizó admirablemente la obra que se le había pedido; hizo la segunda efigie del mismo tamaño y facciones que la primera, y tanto, o quizás más hermosa que la primera.
Los de Lumbicí, o no quisieron, o no tuvieron con qué pagar a Robles el precio convenido; el hecho es que este se llevó la estatua, y sabedor de que los Oyacachis ansiaban tener una, fuese a ese pueblo, y la vendió por unas cuantas tablas, único artículo industrial que proporcionaba algún provecho, y daba con qué vivir a los moradores indigentes de aquellos bosques, y artículo de que necesitaba no poco el artífice, por ser no solamente escultor, sino también carpintero.
Dueños ya los piadosos indígenas de una tan inestimable joya, afanáronse por darla el culto más fervoroso y entusiasta que pudieron.
Aunque la estatua había sido tallada íntegramente y no necesitaba de adornos postizos, quisieron sin embargo vestirla, a usanza española; pero eran tan pobres que no hallaron tela adecuada al objeto, y así cubrieron a la santa Imagen con una sencilla túnica de esparto, que se ha conservado hasta nuestros días.
Engalanada con tan rústico aderezo la celestial Reina había de ser colocada dentro de algún templo, y en un altar; pero ¿Dónde ni cómo hallar un recinto que fuese adecuado a tan sublime fin? Acomodaron pues, a la bendita Imagen en la hendidura de una peña; allí no tenía más techo que el verde y frondoso ramaje de los árboles, otra alfombra que el musgo que tapizaba aquellas rocas, ni otro incienso que la fragancia del tomillo y el aroma que exhalaban las campestres flores.
Al punto el Cielo con repetidos prodigios suplió a la indigencia de aquellos buenos y sencillos aldeanos.
Advirtióse, en efecto, que apenas la Efigie había ocupado aquel agreste nicho, bandadas de canoras avecillas revoloteaban constantemente en torno de ella, posándose en los vecinos árboles y rocas, y alegrando a todo el bosque con la variedad y dulzura de sus trinos. Y cuando al descender la noche retirábanse los pajarillos a sus nidos, entonces otro portento reemplazaba al primero; un resplandor hermoso y suave circundaba a la estatua de María, y derramaba por aquellos riscos los tintes nacarados de la aurora.
Atónitos los neófitos con estos inauditos portentos crecían cada día en amor y devoción a la milagrosa Imagen; no se cansaban de mirarla, ni honrarla con sus rezos y piadosos cánticos, acompañados de tonadas de la quena y otros instrumentos músicos; íbanse frecuentemente al terminar sus pesadas faenas a elevar sus preces a María, arrodillados al pie de la abrupta peña, donde tenían su paraíso, su consuelo y las delicias de su espíritu.
Pronto la Virgen de Oyacachi llegó a ser famosa en toda la comarca.
Numerosas romerías de los pueblos vecinos y hasta de Quito principiaron a frecuentar ese sitio antes tan olvidado y desconocido; por lo cual los indios se vieron en la necesidad de construir una capilla o pequeña iglesia, para depositar en ella decentemente a la sagrada Imagen. Entonces nuevos y más asombrosos prodigios demostraron la especial complacencia que tenía la Reina del cielo en que se le erigiera ese santuario, por pobre y diminuto que fuese.
Ocurrió primeramente que D. Diego de Robles, el mismo que trabajó la estatua, tornara a Oyacachi, sea para comprar tablas, o bien, atraído por la fama de los portentos que en ese lugar se realizaban por mediación de la Virgen Santísima. Los indígenas al verlo se regocijaron no poco, y con grandes instancias le suplicaron se quedase unos días entre ellos para construir de madera el nicho o altar en que había de ser colocada la Imagen. Robles se negó a ello tercamente, y sin atender a los ruegos y clamores de aquellas gentes, emprendió al punto su viaje de regreso a Quito.
Había ya andado un espacio no pequeño, cuando de súbito, al pasar un caudaloso río, la cabalgadura en que iba se encabritó, dio un salto y lo lanzó fuera de la silla.
El citado escultor iba a caer en lo más hondo de las aguas y ahogarse sin remedio, cuando de modo inesperado se sintió detenido en los aires, por un pie, y era que una de las rodajas de las espuelas que calzaba, se había enredado entre unos bejucos que ligaban los maderos y tablazón del puente.
Viéndose en tan horrible situación e inminente riesgo de perecer, clamó a la Virgen de Oyacachi, ofreciéndole que si se salvaba del peligro tornaría en el acto a aquel pueblo, a hacer la obra que se le había pedido. Al punto mismo atravesaron el puente dos o tres caminantes que, llenos de piedad y compasión, se acercaron al desventurado Robles, y le sacaron del peligro. Cuando quiso él darles las gracias por tan insigne y oportuno favor, los transeúntes aquellos habían desaparecido. Con lo cual el escultor se convenció de que su salvación la debía a una protección manifiesta del cielo; volvióse, pues, a Oyacachi, construyó el nicho expresado, y no salió del pueblo sino cuando la obra estuvo completamente acabada.
Mientras tanto los vecinos de esa aldea habían puesto manos a la obra, y con celo y actividad dignos de todo elogio trabajaban empeñadamente en levantar la proyectada iglesia; unos cortaban madera en los bosques, otros construían las paredes del templo, y a todos bendecía copiosamente la agradecida Virgen que jamás deja sin recompensa ni una flor que se pone en sus altares.
Tomado de la obra: “Imágenes y Santuarios de la Virgen María en la América Española y señaladamente en la República del Ecuador y Colombia” del Venerable Padre Julio María Matovelle.
