CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

HOMILÍA PARA EL 26 DE FEBRERO 2017

CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CC.SS DE JESÚS Y MARÍA
HOMILÍA PARA EL 26 DE FEBRERO DE 2017 VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Is 49,14-15; Salmo 61; 1 Cor 4,1-5; Mt 6,24-34

Hermanos y hermanas, en este VIII domingo del tiempo ordinario encontramos en la primera lectura del profeta Isaías dos expresiones que dan cuenta de cómo reaccionamos frente a los problemas, dificultades y vicisitudes que la vida nos presenta; la primera es: “Me ha abandonado el Señor” (Is 49,14) y la segunda: “Mi dueño me ha olvidado” (Is 49,14).

Frases como éstas han salido de nuestra mente y de nuestro corazón en muchas oportunidades; ya por desesperación o por impotencia; pero esencialmente porque en esos momentos de vulnerabilidad hemos perdido la esperanza en nosotros mismos y también en Dios; perder la esperanza en Dios significa no creer en Él y por tanto desconfiar de su poder, de su bondad y de su misericordia; no esperar en Dios implica asentir que Él ha muerto; y no esperar en Él es haber llegado a la contemplación de su dureza y de su desamor en contravía de su propia identidad; pues Él es Amor y compasión.

Fe y esperanza nos hacen falta para entender que ese Dios aparentemente lejano, está cerca de nosotros

Que nos ama, que nos perdona y que nos arrulla en sus brazos porque somos sus hijos; fe y esperanza nos hacen falta para entender que Él nunca nos abandona simplemente porque somos suyos; fe y esperanza en Dios nos hacen falta para convencernos que Él nunca se olvida de nosotros, pues estamos desde el principio del mundo grabados en su mente y en su corazón;  por tanto hermanos y hermanas conscientes de lo anterior, hemos de entender que las promesas del Señor siempre se cumplen “YO NO TE OLVIDARE” (Is 49,15).

Bello es estar convencidos del “yo no te olvidaré”, porque muestra a un Dios que habla y promete desde el corazón; que lo demuestra con la vida de su Hijo y que lo confirma ofreciéndonos su perdón no obstante nuestras faltas. Si todos estuviéramos convencidos de esta hermosa promesa, no tendríamos por qué decirle al Señor: “Me olvidaste”, “te fuiste de mi lado”, “creo que no existes”, “¿dónde estás?”; contrario a lo anterior nos hemos de convencer que Dios nuestro Padre no nos abandona jamás y que por tanto con el salmista deberíamos cantar: sólo en Dios descansa mi alma, él es mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré”. (salmo 61).

Nuestro mayor tesoro

Hermanos y hermanas, lo anteriormente expuesto y esto en sintonía con el Santo Evangelio según San Mateo en el capítulo 6,24-34, nos impulsa a reconocer en Dios a nuestro máximo tesoro, nuestra mayor posesión, el motivo de nuestra alegría y la causa de nuestra felicidad, pero como es normal otros tesoros se nos ofrecen a lo largo de nuestra vida, dinero, puestos, ascensos, honores de toda índole y por supuesto ausencia de sacrificio; y es aquí cuando la asistencia del Espíritu Santo no puede faltar; pues en él encontramos sabiduría y entendimiento para fijar nuestro corazón en aquél que nos amó primero: Jesucristo el Señor; recordando la sentencia evangélica: “donde está tu tesoro, allí está tu corazón”.

Nosotros somos el tesoro de Dios, la obra más perfecta de toda la creación, el nos modeló y aunque estamos hechos de barro somos sus perlas preciosas, y en esto consiste precisamente el amor misericordioso de Dios para con cada uno de nosotros; ojalá de nuestra parte en medio de los afanes y preocupaciones de cada día, en medio de nuestros agobios y desasosiegos podamos reconocer al Señor como aquel que nos provee todo: la salud y el bienestar, el pan de cada día y el techo que nos cobija, el vestido de la dignidad y el trabajo cotidiano, la vida, la realización humana y por ende la felicidad; pues sin lugar a dudas somos más que los pájaros del campo aunque éstos sean bellos, somos más que los lirios aunque sean obras de arte; somos su hijos y esto basta.

Somos el tesoro de Dios

Hermanos y hermanas en los momentos de dolor, de desesperanza, desilusión, amargura, tristeza y llanto, no olvidemos que somos el tesoro de Dios y que esto es suficiente para unir nuestras voces a la del salmista: “Descansa sólo en Dios alma mía, tú eres mi esperanza, eres mi roca y mi salvación, mi alcázar: no vacilaré; de Dios viene mi salvación y mi gloria, él es mi roca firme, él es mi refugio, en él desahogo mi corazón”.

Que el Corazón Inmaculado de María nos ayude a todos nosotros a confiar plenamente en su Hijo Jesucristo, a amarlo y a seguirlo, para que un día no seamos destinatarios de sus palabras en el evangelio de hoy: GENTE DE POCA FE.

P. Ernesto León D. o.cc.ss

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