CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

LECTIO OCTUBRE 16 DE 2022

Vigésimo noveno del tiempo ordinario
CATEQUESIS SOBRE LA ORACIÓN (II)
La oración perseverante a la hora de la prueba
Lucas 18, 1-8
Introducción

Hemos completado algunos años con este servicio semanal, escrutando la Palabra del Evangelio dominical con la ayuda de la Lectio Divina. Penetrar la riqueza de los evangelios buscando en ellos el alimento de la vida interior y la fuerza dinamizadora del seguimiento de Jesús en nuestro contexto histórico, ha sido un ejercicio arduo pero reconfortante. Recordemos lo que san Jerónimo nos decía al respecto:

“Aunque cada pasaje de los Divinos Libros tenga una cáscara viva y cambiante, su médula es más dulce aún. Quien quiera saborear la almendra, que rompa la cáscara”
(Carta 58,9.1).

Abordemos inmediatamente el evangelio que nos propone la liturgia de este domingo: Lucas 18,1-8. Leámoslo despacio, sintiendo el “peso” de las palabras:

18,1 Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer.
2 «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres.
3 Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: «¡Hazme justicia contra mi adversario!»
4 Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: «Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres,
5 como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme.»»

6 Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto;
7 y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar?
8 Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?»

Después del episodio del leproso samaritano curado por Jesús, aquél que volvió para agradecer, siguiendo el itinerario del evangelio de Lucas que se nos propone para los domingos, nos saltamos los 18 versículos restantes, todos ellos dedicados al tema de la manifestación del Reino de Dios y el regreso del Hijo del hombre.

Entramos así al capítulo 18

Nos recibe en sus primeros ocho versículos con la segunda catequesis de este nuevo ciclo sobre la oración. Ésta responde a la pregunta: ¿Cómo vive el discípulo el tiempo de espera de la segunda venida de Jesús? La pregunta es pertinente porque en la historia, el discípulo tendrá que vérsela con muchos problemas que ponen a prueba su fe.

Aparece así entonces el nuevo tema: “La oración perseverante a la hora de la prueba”, como se anuncia desde la introducción del texto (San Pablo también nos presenta una enseñanza parecida en 1ª Tesalonicenses 5,17). Abordando directamente el asunto de la impaciencia ante la injusticia, Jesús cuenta la “parábola del juez corrupto y la viuda importuna” y nos ilumina con su anuncio de “la justicia cierta y pronta de Dios”, la cual tiene su tiempo.

La nueva enseñanza sobre la oración –dirigida a los “discípulos” de Jesús (ver 17,22)- viene al encuentro del sentimiento de desesperación del hombre ante la paciencia de Dios. ¿Cómo entender el misterio de un Dios que “hace esperar” a sus elegidos? (18,7).

1.    La oración en tiempos de crisis

“Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (18,1).

En la catequesis sobre la oración de hace una semana veíamos que “petición” y “agradecimiento” deben integrarse bien en el corazón orante, de la misma manera que el corazón late con su sístole y diástole, recibiendo y dando, absorbiendo y bombeando. En dicha enseñanza notábamos que la acción de gracias no es fácil, con razón sólo uno de diez lo hizo.

Pero, ¡atención! podríamos caer en el equívoco de concluir, por exclusión, que entonces la “petición” es fácil. Pues como hoy lo notaremos, tampoco es fácil. Digamos por extensión que el ministerio de la intercesión también entraña sus dificultades.

Cuando todo se pone oscuro…

Jesús habla de la posibilidad de un “desfallecer” en la vida de oración. Un fenómeno de la vida de oración es que en algún momento se puede llegar a sentir cansancio. Es en momentos así cuando uno se expone a caer en la tentación de dejarla de lado.

No nos referimos aquí a una especie de cansancio físico o mental, sino a algo más de fondo que puede abatir nuestro corazón orante: llegar a perderle sentido a la oración cuando notamos que no hay respuesta, cuando no se dan los cambios esperados y presentimos entonces cierta ausencia (¿o quizás apatía?) en nuestros asuntos del Dios que conocimos como Todopoderoso.

Digámoslo en otros términos:

Es duro tener alguna vez la percepción de que la realidad contradice lo que nuestra fe espera que suceda. Por eso es posible que lleguemos a lamentarnos: ¿Pero será que Dios es justo? ¿Entonces, en medio de tanta maldad e injusticia que constatamos en el mundo, por qué no se manifiesta? ¿Algún día habrá justicia? En este mismo sentido clamaban los mártires del Apocalipsis:

“¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin tomar venganza por nuestra sangre de los habitantes de la tierra?” (Ap 6,10)

Los cuestionamientos pueden surgir también a nivel personal: ¿Por qué me va mal? ¿Cómo se explica que mis peticiones no tengan respuesta? ¿Será que verdaderamente le importo al Señor? ¿Valdrá la pena seguir creyendo en él? Hasta que bajamos la guardia y decimos: ¿Para qué seguir insistiendo en la oración?

La oración se deja a un lado

Es en situaciones como ésta cuando la “fe” flaquea (recordemos cómo había sido de maravilloso el camino de fe del leproso samaritano), se siente cierto desconsuelo y como consecuencia la oración se viene al piso; porque al fin y al cabo, la oración es el ejercicio de la fe, ésta es como la llama que necesita del aceite de la fe para arder.

Esto es lo que describe el término “desfallecer” en el comienzo del pasaje de hoy (18,1). Estos son los sentimientos:

•    Desánimo que paraliza (como sucede también cuando Pablo habla de la caridad: 2ªTes 3,13; Ga 6,9).
•    Desespero que lleva a “tirar la toalla” (como sucede cuando Pablo se refiere a las dificultades del ministerio: 2ª Cor 4,1; 4,16; Ef 3,13).
•   Hastío que lleva a sentir repulsión (como notamos en pasajes del Antiguo Testamento en la versión griega que también usa éste término: Gn 27,46; Nm 21,5; Prov 3,11; Is 7,16).

Todos estos matices del término “desfallecer” nos llevan a una misma realidad: la muerte de la vida de oración como consecuencia de una crisis mal llevada.

Jesús viene al encuentro de la crisis del discípulo

Veamos ahora sí la frase completa: “Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer” (18,1).

¿Qué quiere inculcar Jesús? Lo notamos en las tres convicciones que sostienen la nueva enseñanza sobre la oración:

•    Como lo indica esta primera frase del texto, Jesús parte de una realidad positiva: la oración –en cuanto tensión permanente del corazón hacia Dios- debe caracterizar la vida entera del discípulo en todo instante, no puede venirse al piso (18,1).

•    Mediante la oración perseverante en tiempos de prueba los discípulos –llamados aquí “los elegidos”- expresan su fidelidad (=fe que se sostiene). Con esta actitud ellos aguardan la intervención definitiva de Dios en la historia, cuando ponga todo en su lugar e instaure victoriosamente su Reino de Justicia (=la venida del Hijo del hombre; 18,8).

•    Para sostener esta esperanza, es necesario reforzar la confianza en Dios descubriendo su manera de obrar característica, la cual ciertamente es –como se muestra mediante una clara contraposición- muy diferente a la del juez terreno de la parábola (18,2-5.6-7). Los discípulos entonces tienen motivos para no bajar la guardia en la oración ni renunciar a su fe, ya que vislumbran cómo es el actuar de Dios.

Como podemos ver el Señor no permanece indiferente ante los momentos difíciles de la vida del discípulo: ¡Jesús se pronuncia ofreciéndoles esta enseñanza!

El hilo conductor de la enseñanza es la “justicia de Dios”. Notemos cómo se va repitiendo la expresión “hacer justicia”:

•    Dice una viuda al juez: “¡Hazme justicia!” (18,3)
•    Reflexiona el juez: “Voy a hacer justicia” (18,5)
•    Pregunta Jesús: “¿Dios no hará justicia?” (18,7)
•    Responde él mismo: “Hará justicia pronto” (18,8ª)

Con esta clave de lectura entremos ahora más a fondo en el texto del evangelio notando algunas particularidades en cada una de sus siguientes dos partes (la primera la vimos en el v.1 que plantea el contexto espiritual del pasaje):
(2) Un caso para reflexionar: la parábola del juez corrupto y la viuda importuna (18,2-5)
(3) Aplicación de la parábola: la justicia cierta y pronta de Dios (18,6-8)

2.    Un caso para reflexionar: la parábola del juez corrupto y la viuda importuna (18,2-5)

“Había un juez… había una viuda…”

La parábola cuenta en pocas palabras la historia de una viuda quien en un primer momento fracasa en el esfuerzo por conseguir que el juez del pueblo le resuelva su caso (“¡Hazme justicia!”). Se nota que el juez tiene preferencias por las personas pudientes y acepta sus sobornos. Pero aunque esta mujer es débil, al final logra su propósito gracias a su persistencia (dice el juez: “Le voy a hacer justicia”).

Veamos las dos partes de la parábola:
(1) La presentación del juez, de la viuda y del problema jurídico (18,2-3)
(2) La renuencia del juez y su posterior cambio de decisión de hacer justicia ante la presión de la viuda (18,4-5)

2.1.    La presentación del juez, de la viuda y del problema jurídico (18,2-3)

(1) El juez (18,2)

“Había un juez en una ciudad” (18,2ª). Ya en tres ocasiones anteriores se ha hablado de un juez en el evangelio (ver 11,19; 12,14.58), pero esta es la primera vez que se menciona como protagonista de una parábola.

En el mundo-ambiente oriental en los tiempos de Jesús, si bien el sistema jurídico ya había evolucionado y no era como en los tiempos de Débora, cuando juzgaba sentada debajo de una palmera (ver Jc 4,5), las cosas tendían a ser relativamente simples, no había la complejidad que tenemos hoy en el aparato judicial. Sobre todo en una aldea, cuando el asunto era monetario –como parece ser el caso de la parábola-, éste era tratado más bien por un juez que por un tribunal (éste casi siempre era también el gobernante). Éste escuchaba la acusación, luego intentaba conciliar las partes haciéndole reparar al que juzgaba culpable el daño causado.

Se dice que este juez “ni temía a Dios ni respetaba a los hombres” (18,2b). Con esta frase se describe a un juez corrupto que, como decimos hoy, “pasa por encima de lo que sea”: Dios y la gente. ¡Su desvergüenza ha llegado al colmo!

¿Qué hay detrás de esto? Sabemos que en las aldeas orientales en los tiempos de Jesús las personas más influyentes –generalmente gracias a su riqueza- gozaban de privilegios y el común de la gente no se atrevía a tocar nada que hiriera sus intereses; con su influencia ellos podían incluso hacer inclinar la balanza de la justicia a su favor.

Este juez, por su venalidad, no tiene ética. “No le teme a Dios”: en el Antiguo Testamento “temer a Dios” es temerle en cuanto juez, por lo tanto este hombre no parece tomarse en serio el juicio de Dios quien vela por la equidad y pune a los malos jueces. A él no le importa nada el juicio al que podría ser sometido por su parcialidad hacia aquellos que están en condiciones de sobornarlo. En consecuencia “tampoco respeta a los hombres”. Pero aunque es indigno de su cargo, él es el juez.

(2) La viuda (18,3ª)

El otro personaje de la parábola es una viuda. Ésta es una de las cinco viudas que se mencionan en el evangelio de Lucas (las otras son Ana, en 2,37; la viuda de Sarepta, en 4,25;  Viuda de Naím, en 7,12; y la viuda que dio la más pobre donación en el Templo, en 21,2).

Una viuda –junto con los huérfanos- era en el mundo bíblico una típica persona necesitada de ayuda: por el hecho de no gozar de la protección de un marido siempre estaba expuesta para que se aprovecharan de ellas. La viuda es débil y vulnerable. Es tan cruel la situación de una viuda en Israel que el libro de las Lamentaciones llega a comparar –cuando el exilio a Babilonia- a la arruinada ciudad de Jerusalén con una viuda (ver Lm 1,1).

Porque las viudas eran uno de los rostros más concretos del pobre y porque el machismo cultural del ambiente llevaba a que no les tuviera en consideración, las Leyes bíblicas velan por sus derechos. Por ejemplo el mandamiento  “no oprimirás a viuda ni a huérfano” (Ex 22,21); llama la atención que en el libro del Deuteronomio se ordena hasta once veces que sean protegidas (ver Dt 10,18, 14,29, etc.).

Los profetas velarán por el cumplimiento de la norma (ver Is 1,17).

No es extraño que en los Salmos, cuando se habla de los desvalidos de la sociedad, las viudas aparezcan siempre en la lista y que Dios se apersone de su causa, tal como lo dice la inolvidable oración en que se le invoca diciendo: “Padre de los huérfanos y tutor de las viudas es Dios en su santa morada” (Salmo 68,6).

La viuda de la parábola de Jesús representa a un pobre del pueblo a quien, en medio de su necesidad, el único recurso que le queda es su palabra abierta, atrevida e insistente. Ella –como se ve enseguida- entra en escena en medio de una audiencia pública, poniéndose en la fila de los que van a exponerle al juez sus problemas.

Lo cierto es que si esta viuda fuera rica, probablemente su caso habría sido despachado inmediatamente, gracias a los regalos que habrían sensibilizado al juez para una sentencia favorable para ella o, como mínimo, habrían logrado una atención inmediata, sin más dilaciones.

(3) El problema jurídico (18,3b)

La viuda viene donde el juez para procurar que se le haga justicia: “¡Hazme justicia contra mi adversario!” (18,3).

Dicho “adversario” parece ser una persona que se está aprovechando de ella. La injusticia podría estar relacionada con:

El traspaso de la herencia del marido que nunca llegó a sus manos,
Con la necesaria reparación de un daño que le hicieron,
Con los acreedores del marido difunto que ahora quieren despojarla de lo poco que le queda y mandarla a la calle,
A lo mejor –lo cual parece más probable- con el reclamo para que se le pague lo que se le debe: una viuda a quien no se le paga lo debido queda expuesta a una situación vergonzante.

De cualquier forma todo parece confluir en un abuso frente al cual la viuda se declara indefensa. Su situación es grave y pide urgente solución.

2.2.    La renuencia del juez y su final decisión de hacer justicia ante la presión de la viuda (18,4-5)

La viuda, siendo pobre, no tiene cómo ofrecerle al juez regalos suficientemente importantes para llevarlo a interesarse por su caso. Pero ella no para de insistir y va constantemente a las audiencias públicas repitiendo siempre la misma queja. El único camino que le queda al débil es la persistencia.

(1) Primer momento: la renuencia del juez, “Durante mucho tiempo no quiso” (18,4ª)

Como ya lo hemos notado, la petición de la viuda durante largo tiempo cae en saco roto: le dan largas a su asunto. Aunque el juez –tal como lo pide la norma- tiene el deber de darle precedencia, se niega a hacerlo. El “no quiso” puede indicar “pereza” pero como ya anotamos en el contexto descrito, lo más probable sea el “no querer” tener que enfrentarse con el poderoso oponente de la viuda y caer en desgracia con sus amigos y benefactores.

(2) Segundo momento: la reflexión y decisión final del juez, “Voy a hacer justicia” (18,4b-5).

Finalmente el juez cede. Como es característico en las parábolas lucanas, ya lo hemos notado en lecturas anteriores (ver por ejemplo 12,17), este personaje hace un soliloquio. Dialogando consigo mismo el juez hace un raciocinio que nos recuerda el del padre de familia que es importunado por su amigo a medianoche (ver 11,8; otra parábola sobre la oración). En breve: si no se mueve a actuar por la razón válida (allí la amistad, aquí la obligación de hacer justicia), al menos lo hará para no ser importunado.

Notemos las cuatro frases del raciocinio:

Aunque…
Puesto que…
Haré esto…
De manera que…

El juez decide “hacer justicia”, viendo la molesta insistencia de la viuda que ya comienza a amargarle la vida, prevé que pueda sobrevenirle algo peor.

Algunos ven en este momento el temor del juez a la acusación pública que podría hacerle una viuda furiosa. Pero en realidad para este juez apoltronado en su cargo, que “no teme a Dios ni respeta a los hombres”, esto no significaría nada.

Quizás haya que leer en esta frase una agresión física. La traducción de la Biblia de Jerusalén dice “para que no venga a importunarme”, lo cual corresponde bien a la idea de fondo. Pero anotemos que el término griego que aquí se pone, literalmente significa “golpear debajo del ojo” o “dejarle el ojo negro a alguien”. El dicho “dejarle el ojo colombino a alguien” es conocida entre nosotros. Para ser más gráficos veamos cómo el mismo Pablo la usa en 1 Corintios 9,27, inspirándose en el mundo del boxeo. Pues bien, éste parece ser el argumento que finalmente convence al juez.

3.    Aplicación de la parábola: del clamor de la viuda al clamor de los discípulos (18,6-8)

La intervención directa de Jesús le da comienzo a una nueva sección del pasaje: “Dijo, pues, el Señor…” (18,6ª).

Jesús para su relato en el momento preciso y salta directamente a la aplicación de la parábola. Con respecto a la historia del juez y la viuda no nos dice que más pudo pasar; al fin y al cabo lo esencial fue dicho: el juez decidió hacer justicia. Lo que importa ahora es ver cómo se aplica a la justicia de Dios: “¿Dios no hará justicia a sus elegidos que están clamando a él día y noche?” (18,7).

No hay duda que suena chocante la posibilidad de hacer una comparación entre un juez éticamente censurable y Dios. Pero precisamente aquí está la belleza del texto, se trata de una antítesis que pone de relieve la diferencia: el proceder de Dios con los pobres que le claman es completamente opuesta a la del juez corrupto. Lo único que tienen en común, Dios y el juez, es que harán “justicia pronto” (18,8ª) a aquel que clama insistentemente, pero ciertamente las motivaciones de cada uno son diferentes.

Para captar mejor el mensaje pongámosle atención: (1) al modo como Jesús hace la reflexión, (2) la idea de “justicia divina” que está en trasfondo y (3) las ideas que se desprenden de sus palabras.

3.1.    El modo de reflexionar de Jesús

Jesús desarrolla su reflexión dando cuatro pasos:

(1)    Una invitación a poner cuidado asumiendo una actitud analítica: “Oíd…” (18,6)

(2)   Una pregunta lógica que confronta el comportamiento del juez (quien actúa en el presente: “oíd lo que dice…”) con el de Dios (quien actuará en el futuro: “hará justicia”): “¿No hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar?” (18,7).

(3)    Una respuesta enfática que afirma la fidelidad del Dios de la Alianza a aquellos que le pertenecen: “Os digo que les hará justicia pronto” (18,8ª).

(4)   Una nueva pregunta, esta vez abierta, que invita a los oyentes presentes a reflexionar sobre su propia fidelidad a Dios: “Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (18,8b).

Todo apunta finalmente al “Pero” que introduce la última frase. Una vez que la “fidelidad” de Dios puede darse por descontada, todo recae sobre nosotros: ¿Seguimos todavía en pie, sosteniendo nuestra fidelidad en la vida de discipulado –la fe- y el compromiso con la justicia –cuyo indicador es la oración perseverante-?

3.2.    El trasfondo: El Dios del Reino hace justicia velando por los derechos de los pobres y sufridos (Eclo 35,12-20)

A veces, cuando queremos hablar del rostro de Dios que nos revela Jesús, por enfatizar la revelación del “Dios-Amor” rechazamos con aversión la idea de “Dios-Juez”. Si estamos pensando que “Dios-juez” quiere decir que él nos vigila para tomar nota de nuestros errores y aplicarnos el castigo merecido, a lo mejor tengamos razón. Pero no es esto lo que la Biblia quiere decir cuando nos presenta a Dios-Juez. De hecho el “amor” y la “justicia” no se oponen sino que se dan la mano: no puede darse el uno sin el otro.

Cuando se presenta a Dios como juez en acción lo que se quiere decir es que él “hace justicia”. Precisamente porque Dios nos ama es que “hace justicia” interviniendo en los factores negativos que hacen de la vida humana una desgracia. Pero viene la otra cara de la moneda, el “hacer justicia” implica también el actuar positivo de Dios que restaura la vida del ofendido.

A veces olvidamos esta dimensión positiva del “hacer justicia”. De hecho el actuar de Dios siempre está relacionado con su proyecto creador, el cual tiene como finalidad la vida, el crecimiento y la plena felicidad del hombre. La “justicia”, entonces, es el nuevo orden de cosas querido por Dios en el cual todos son tomados en consideración y se realiza el plan de salvación (con todas sus implicaciones).

La “justicia” no es diferente de esto y no hay que temerla, todo lo contrario: hay que desearla y suplicarla.

Más bien, quien debe temerla es aquel que se considera responsable de la “injusticia”, todo el que somete a los demás a sus propios intereses y va en contravía contra el proyecto de Dios.

Esta manera de ver a Dios viene desde el mismo Antiguo Testamento. Un texto tardío retoma bellamente el anuncio de que Dios no es indiferente ante el sufrimiento humano, sino todo lo contrario. Vale notar que en este texto se mencionan prioritariamente las viudas y los huérfanos –imagen del pobre- y que tiene un gran parecido con el texto que hoy estamos leyendo. Lo transcribimos:

“Porque el Señor es juez, y no cuenta para él la gloria de nadie.
No hace acepción de personas contra el pobre, y la plegaria del agraviado escucha.
No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda, cuando derrama su lamento.

Las lágrimas de la viuda, ¿no bajan por su mejilla, y su clamor, contra el que las provocó?

(…) La oración del humilde las nubes atraviesa, hasta que no llega a su término no se consuela él.
Y no desiste hasta que vuelve los ojos el Altísimo, hace justicia a los justos y ejecuta el juicio”
(Eclesiástico 35,12-20)

En el evangelio la respuesta de Dios es el anuncio y realización del “Reino de Dios”. Este ya empezó a suceder en el ministerio de Jesús (“El Reino de Dios ya está entre vosotros”; 17,21), alcanzando su culmen en su misterio pascual del Hijo del hombre (muerte, resurrección y exaltación; Hch 2,33); éste sigue abarcando todos los momentos de la historia y a todos los hombres que se abren a él por la fe, son bautizados en su Santo Espíritu y viven su proyecto en comunidad, pero no alcanzará su plenitud hasta la segunda venida de Jesús (ver Hch 1,11).

La venida de Jesús, con todos sus dones mesiánicos, es la respuesta de Dios al clamor del hombre. Él ya vino, sigue viniendo constantemente y vendrá definitivamente con todo su poder. Mientras tanto seguimos caminando en la historia comprometidos proféticamente con el proyecto del Reino.

3.3.    Lo que se espera que retenga el discípulo

Habiendo abordado el tema de fondo, hagamos finalmente el listado de las principales enseñanzas que se desprenden del pasaje:

(1) La fidelidad de Dios con los “elegidos”

“Dios hará justicia…”: podemos estar seguros de la justicia de Dios, pero tengamos claro que no se trata de algo inmediato (notar el futuro).

“…A sus elegidos…”: si el juez le hizo justicia a la viuda –que era una persona extraña para él- cómo será entonces Dios con aquellos que son “suyos”. El Dios de la Alianza es fiel con sus compromisos ahora y en el tiempo final.

“…Que están clamando a él día y noche…”: en esta relación de Alianza con Dios hay que atreverse a expresar las necesidades con la confianza de que serán atendidas. Claro está, las necesidades presentadas tienen que ver con la vivencia de la “elección”.

(2) La paciencia de Dios es un signo de su amor

“…Y les hace esperar”: La aparente dilación de tiempo por parte de Dios para responder a los “elegidos” tiene que ver con la expectativa de la conversión de los injustos y con la maduración en la fe de sus discípulos. Dios piensa en los justos pero también en los injustos. Por tanto, el presente es tiempo de evangelización y de compromiso profético.

(3) La paciencia no quita la prontitud

“Les hará justicia pronto”: Suena paradójico con la frase anterior sobre el “esperar”. En la pregunta y la respuesta de 18,7-8ª se deduce:

•    ¿Dios le hará justicia a su pueblo? Respuesta: sí, y más ciertamente que el juez injusto quien actuó contrariamente a su oficio.
•   ¿Ellos tendrán que esperar mucho tiempo? Respuesta: Dios no es como el juez que tuvo que ser presionado para que se ocupara de la viuda, él responderá pronto.

Hay un intervalo necesario de tiempo antes de la intervención final de Dios, si bien al “elegido” -en su situación de aflicción- puede parecerle que éste es excesivo. El cuándo no lo sabemos.

(4) Sostener fielmente el discipulado

“Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (18,8b). Finalmente el cambio abrupto en 18,8bc: desplaza la atención del comportamiento de Dios hacia la atención al comportamiento de los hombres, y así saca la última lección. El “Pero” contrapone la fidelidad de Dios con la fidelidad del hombre: ya esta claro que Dios es fiel con el hombre, “pero” ¿el hombre será fiel con Dios?

Puesto que el Hijo del hombre es la respuesta de Dios a la justicia que esperan sus elegidos cabe aquí el tema de la fe en Jesús. Se dice “la fe” (con artículo) como una manera de indicar el aceptar a Jesús y a su mensaje, por tanto describe una vida de discipulado.

La perseverancia-fidelidad en el discipulado es lo que se requiere para acoger plenamente –en el momento indicado- la justicia final de Dios. Y en esto los discípulos tienen una responsabilidad histórica: su posible desánimo e inconstancia pone en juego el tiempo final en el que serán reunidos los elegidos. Pero también es verdad que el compromiso al cual los impulsa “la fe” (el mensaje de Jesús en el evangelio), llevará a que trabajen para que no haya más viudas tratadas injustamente –como la de la parábola- ni abandonadas a su suerte (ver Hch 6,1). ¡La fe mueve al compromiso por la justicia!

En conclusión…

Hoy el evangelio nos educa en una oración intensa y visceral. La oración, que a la manera de la viuda siente en carne viva el dolor propio y el ajeno, es el signo de una esperanza viva que permite recorrer –en el seguimiento del Maestro- el tiempo que nos separa del encuentro definitivo con el único que puede colmar plenamente nuestras necesidades. En ese espacio, comprendiéndolo mejor a él y a nosotros mismos, la comunión madura.

Las pruebas de la vida no son para claudicar en la fe sino para crecer en ella.

Por lo tanto tiene sentido vivir la noche –con la lámpara de la oración perseverante- porque sólo así llegará el amanecer.

4.    Releamos el pasaje junto con un Padre de la Iglesia

Hoy seleccionamos dos textos de San Agustín. En el primero hace una exhortación para que no dejemos de orar; notemos en él cómo describe el ciclo de vida de la oración en un creyente. En el segundo hace una lectura alegórica de los personajes de la parábola, viendo en la viuda una imagen de la Iglesia.

4.1.    No hay que dejar de orar

“Muchos casi no oran. Al comienzo de su conversión oran con fervor; después oran sin ganas; finalmente con frialdad y, en consecuencia, con irregularidad: ¡como si ya estuvieran seguros!
El enemigo está despierto, ¿y tú duermes?

El mismo Señor nos ordenó en el Evangelio: ‘Es preciso orar siempre sin desfallecer’ (Lc 18,1). Y propone la parábola del juez injusto que no temía a Dios ni respetaba a los hombres, y al cual, todos los días, se dirigía aquella viuda para ser atendida (…).

¡No dejemos de orar nunca!

Puede que sea postergado, pero no se nos quitará todo aquello que prometió darnos. Seguros de su promesa, no dejemos de orar, sabiendo que también esto es un don suyo. Es por eso que se dice en el Salmo: ‘Bendito sea Dios, que no ha rechazado mi oración, ni su amor me ha retirado’ (Salmo 66,20).

Cuando veas que tu oración no se apartó de ti, ¡quédate tranquilo! Tampoco te fue retirada su misericordia”.  (San Agustín, Enar. In Ps. 65,24)

4.2.    La viuda como imagen de la Iglesia

“En nuestra parábola, el juez inicuo es presentado no por razones de semejanza, sino de contraste. El Señor pretendía mostrar cuánta certeza tienen aquellos que oran con perseverancia a Dios, quien es fuente de justicia y de misericordia y de todo lo más noble y elevado que se pueda decir o escuchar. Para mostrar eso mismo, presentó a aquel juez para el cual, a pesar de ser extremamente inicuo, la perseverancia de la orante tuvo un valor tal que obtuvo la satisfacción del deseo que quería ver cumplido.

En cuanto a la viuda, puede considerarse imagen de la Iglesia en la medida en que en el tiempo presente, hasta la venida del Señor, está sin marido. Si bien el Señor se ocupa de ella también ahora”.  (San Agustín, Cuestiones sobre los evangelios, II 45,2)

5.    Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón

5.1.    Sobre la constancia o inconstancia en la oración: ¿En qué consiste el “desfallecer” en la oración? ¿Qué casos concretos conozco? ¿Soy uno de ellos?

5.2.    ¿Por qué Jesús relaciona la perseverancia en la oración con la fe que se mantiene viva?

5.3.   ¿Se siguen dando en nuestra sociedad actual casos como el del juez de la parábola? ¿Hay personas desatendidas por la justicia? ¿Cuál es la reflexión cristiana-profética al respecto?

5.4.    ¿Qué se entiende por “hacer justicia” en la Biblia? ¿De qué manera Jesús la hizo en su ministerio terreno? ¿Cómo la hacemos hoy los cristianos? ¿Cómo la hará el Hijo del hombre al final de la historia?

5.5.    Mirando el panorama de mi familia, de mi comunidad, de mi sociedad, puedo decir que ¿Hay fe sobre la tierra? ¿Habrá que evangelizar? ¿Cómo lo voy a hacer?

P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM

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