CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

Ezequiel

EZEQUIEL

Nombre de origen hebreo, Yehezqui-el, que significa «Dios es mi fortaleza». El sufijo -El, tan frecuente en los nombres de esta cultura (Isra-el, Rafa-el, Migu-el, Isma-el…) forma el núcleo de su significado. Hijo de Buzí, de linaje sacerdotal, Fue Ezequiel, reaglutinador del pueblo de Israel en los tiempos de su deportación de Babilonia, el que prestigió este nombre, que luego pusieron a sus hijos los admiradores que a lo largo de los siglos tuvo el profeta.

El profeta Ezequiel fue elegido por Dios para el ministerio profético y tuvo su primera visión el año cuarto de la deportación de Babilonia y trigésimo de su edad. Nació por tanto el año 622 a. J.C., y rondaba los 25 años cuando Nabucodonosor fue por segunda vez a Jerusalén y deportó a todos los ciudadanos que tenían alguna significación, dejando allí tan sólo a los más pobres. Uno de estos cautivos fue Ezequiel, hijo de sacerdote, y sacerdote también él. Fue instalado cerca de Nippur, junto al río Cobar, largo canal navegable que pasaba junto a la ciudad. La muerte de su esposa le alteró profundamente y la consideró como un presagio de la destrucción de su pueblo.

Predicó y escribió sus profecías en un estilo oscuro, lleno de símbolos. «El año treinta, el mes cuarto, el cinco del mes, cuando me encontraba entre los deportados, junto al río Cobar, el cielo se abrió y tuve una visión divina.» Así empieza el libro de Ezequiel. «Vi que venía del norte un viento de tempestad que arrastraba una enorme nube rodeada de resplandor, un fuego fulgurante, y en el centro, como el estallido de una incrustación metálica en medio del fuego.» Ezequiel es mucho más importante por lo que escribió que por lo que vivió. Empieza su profecía describiendo el carro de la gloria de Dios y la misión que éste le ha encomendado. Siguen las amenazas contra Israel por haber abandonado los caminos de la ley y los preceptos de Yahvé.

Continúa con las amenazas a los pueblos de alrededor que han conspirado contra su pueblo. Pero se abre una puerta a la esperanza. Anuncia un salvador y el retorno de Israel a la tierra de sus padres, a una nueva Jerusalén con un nuevo templo. Según la tradición transmitida por san Atanasio (Oratio de Incarnatione Verbi) y recogida por otros escritores cristianos, Ezequiel obedece la voz de Dios, que le manda reprender a un juez de Israel por el mal ejemplo que da al pueblo, practicando la idolatría y acomodándose a la forma de vida de los babilonios, a cambio de bienestar y riquezas. El juez, irritado por la crítica, le juzga y le condena a muerte.

El Martirologio romano asume esta tradición y lo pone en la lista de los mártires. Se calcula que su muerte tuvo lugar poco después del año 570 a. J.C. en Babilonia, y fue enterrado en el sepulcro de Sem y Arfaxad, progenitores de Abraham.

El 10 de abril se conmemora el martirio del profeta Ezequiel. En esta fecha celebran, pues, su onomástica los que llevan este nombre. La Iglesia ha añadido recientemente en el canon de los santos a san Ezequiel Moreno y Díaz, obispo. Su fiesta se celebra el 19 de agosto. No hay más que leer las 90 páginas del libro de Ezequiel para convencerse de que es éste un gran nombre, cargado de sabiduría y de valor.

A pesar de las calamidades del destierro, los cautivos no dejaban de abrigar falsas esperanzas, creyendo que el cautiverio terminaría pronto y que Dios no permitiría la destrucción de su Templo y de la Ciudad Santa (Jer. 7, 4 ). Había, además, falsos profetas que engañaban al pueblo prometiéndole en un futuro cercano el retorno al país de sus padres. Tanto mayor fue el desengaño de los infelices cuando llegó la noticia de la caída de Jerusalén. No pocos perdieron la fe y se entregaron a la desesperación.

La misión del Profeta Ezequiel consistió principalmente en combatir la idolatría, la corrupción por las malas costumbres, y las ideas erróneas acerca del pronto regreso a Jerusalén. Para consolarlos pinta el Profeta, con los más vivos y bellos colores, las esperanzas de la salud mesiánica.

Divídese el libro en un Prólogo, que relata el llamamiento del profeta (caps. 1-3), y tres partes principales. La primera (caps. 4-24) comprende las profecías acerca de la ruina de Jerusalén; la segunda (caps. 25-32), el castigo de los pueblos enemigos de Judá; la tercera (caps. 33-48), la restauración.

«Es notable la última sección del profeta (40-48) en que nos describe en forma verdaderamente geométrica la restauración de Israel después del cautiverio: el Templo, la ciudad, sus arrabales y la tierra toda de Palestina repartida por igual entre las doce tribus» (Nácar-Colunga).

Las profecías de Ezequiel descuellan por la riqueza de alegorías, imágenes y acciones simbólicas de tal manera, que S. Jerónimo las llama «mar de la palabra divina» y «laberinto de los secretos de Dios».

Su mensaje gira en torno a la Gloria y Santidad de Dios.

Visión de la divinidad y el concepto de Dios: ningún otro libro nos da una visión tan sublime de la majestad de Dios. Dios es el Santo, el Trascendente. El pecado es traicionar la Santidad de Dios. El pecado de Israel y el castigo: todos los pecados son ofensas contra la santidad de Dios y contra su Gloria. Estos son los pecados que echa en cara Ezequiel: profanación del culto y del santuario (Ez 5, 11), la idolatría (6,6;14, 3ss. Cap. 20), la infidelidad a Dios confiando en alianzas políticas (16 y 23), las culpas de los malos jefes y falsos profetas (22, 6; 17; 21; 30; 12; 13). Hace tres alegorías: la novia infiel (cap. 16), de las dos hermanas (cap. 23) y un resumen de la historia de Israel (cap. 20).

El castigo purificador: por culpa de los pecados. Retribución colectiva e individual: Ezequiel, sin renunciar al principio de la solidaridad 56, es el primero de los profetas que habla del problema de la responsabilidad personal por el pecado. La retribución, premio o castigo, está en relación con la conducta de cada uno (cf. Ez 18). Promesa de la restauración: es también profeta de esperanza. Predica la esperanza en el regreso (cf. Ez 36; 37; 39). La figura del Mesías no será un rey, sino un sacerdote-pastor (cf. 21, 17; 22, 6; 26, 16; 27, 21; 45, 46). La misión del Salvador es esencialmente sagrada, cultual, de “santidad”.

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