CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

LECTIO MARZO 10 DE 2024

Cuarto Domingo de Cuaresma

EL CAMINO DE JESÚS Y DEL DISCÍPULO HACIA LA PASCUA (IV):
Contemplar el Incomparable Amor de Dios en el Crucificado
Juan 3, 14-21

Introducción

El Evangelio de este domingo nos presenta la parte final del diálogo de Jesús con Nicodemo, el Maestro de la Ley, Fariseo y Magistrado judío que vino a ver a Jesús de noche. Aquí Jesús aborda el tema de la luz que disipa las tinieblas. Por cierto, una bella conclusión para el encuentro nocturno.

En la Vigilia Pascual, con el símbolo de la luz, proclamaremos la victoria del Crucificado Resucitado. La misión de Jesús se cumple totalmente: él es la verdadera luz que ha venido al mundo (Jn 1,9).

Pero, ¿de dónde proviene la luz? Ciertamente de la persona misma de Jesús. Pero es ante todo de la Cruz, allí donde la locura de amor del Padre por su humanidad se hizo tangible en la entrega absoluta del Hijo. Esta manifestación –epifanía- del amor del Padre y del Hijo, buscando salvar a la humanidad, tiene como referente concreto la encarnación, una encarnación que va hasta las últimas consecuencias.

Este amor salvífico del Padre que nos abre sus brazos en el Crucificado iluminando hasta el fondo nuestros corazones, nos envuelve con todos sus efectos vivificantes cuando le abrimos el corazón por la fe.

Es así como el evangelista Juan, con su estilo particular, con su agudeza contemplativa, nos anuncia la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Vemos unidas, en una admirable síntesis, tanto la cruz como la gloria: la cruz señala el fin de la vida terrena de Jesús y, al mismo tiempo, manifiesta su identidad de Hijo del hombre bajado del cielo y después nuevamente exaltado por Dios al cielo.

Vamos, entonces, a leer hoy uno de los pasajes quizás más leídos del Evangelio de Juan, el que nos revela la grandeza del amor de Dios en el Crucificado.

1. El texto y su contexto

Leamos Juan 3,14-21:

“14 Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre,
15 para que todo el que crea tenga por él vida eterna.
16 Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
17 Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
18 El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios.

19 Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.
20 Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras.
21 Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”.

Como anotamos hace un momento, este pasaje corresponde a la última parte del diálogo de Jesús con Nicodemo (Juan 3,1-21).

En el centro de la catequesis de Jesús a Nicodemo se ha escuchado la enseñanza según la cual, para poder entrar en el Reino de Dios, se requiere un comienzo completamente nuevo:

“En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios… El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (3,3.5).

Jesús deja en claro que nosotros no podemos darnos la vida, la vida siempre es dada. Por eso, para el nuevo comienzo, se requiere el bautismo del poder creador de Dios.

Sigue entonces la pregunta de Nicodemo: “¿Cómo puede ser eso?” (3,9). Es decir, ¿Qué tenemos que hacer para recibir este don?

La respuesta viene en doble dirección: (1) en primer lugar es una obra de Dios por nosotros; (2) de parte del hombre lo que se requiere es el “creer en el Hijo de Dios”. La conexión entre “nuevo nacimiento” (por parte de Dios) y “creer” (por parte del hombre) está también claramente afirmado en:

• El prólogo del Evangelio: “Pero a todos los que la recibieron [la Palabra] les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre… sino que nació de Dios” (1,12-13).
• La Primera carta de Juan: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios” (5,1).

La catequesis de Jesús en Juan 3,14-25 da los siguientes pasos:

(1) El don de la vida en el Hijo Exaltado (3,15-18)
(2) La respuesta humana: ir a la luz o encerrarse en las tinieblas (3,19-21).

El pasaje va entrelazando de una forma maravillosa lo que Dios “hace” por el hombre para darle la vida en plenitud y lo que el hombre debe “hacer” para que esto sea una realidad en él.

Releamos el texto.

2. El don de la vida en el Hijo Exaltado (3,15-16)

2.1. El hombre ante la realidad de la muerte

El pasaje comienza con la evocación de uno de los momentos más difíciles de la travesía del pueblo de Dios en el desierto: el episodio de las serpientes, narrado en Números 21,6-9. Antes de esto el pueblo se preguntaba: “¿Por qué nos habéis subido de Egipto para morir en el desierto? Pues no tenemos ni pan ni agua, y estamos cansados de este manjar miserable” (21,5).

De esta forma se pone en primer plano el tema de la muerte:

• ¿Tenemos posibilidad de evitar una muerte improvisa y miserable?
• ¿Cómo mantener y asegurar nuestra vida?

No existimos para la muerte. Todos lo sabemos, lo sentimos: la muerte no puede ser el final. Decía al respecto la inolvidable poetisa barranquillera Meira Delmar: “La muerte no es quedarme con las manos ancladas como barcos inútiles  a mis propias orillas, ni tener en los ojos, tras la sombra del párpado el último paisaje hundiéndose en sí mismo”.

Pues bien, Dios interviene en función de la vida, nos dice el pasaje del libro de los Números: “Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y este miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (21,9). Fue ante todo una obra salvífica de Dios, como efectivamente interpreta el libro de la Sabiduría: “Y el que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos” (16,7). A Dios le duele la muerte del hombre y quiere hacer algo.

2.2. Cómo responde Dios

El episodio de la serpiente de bronce aclara el significado del Hijo del Dios levantado sobre la cruz:

“14 Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre,
15 para que todo el que crea tenga por él vida eterna”.

Con ello se quiere decir: Aquel que es exaltado sobre la cruz no es una persona que cae en una desgracia. Todo lo contrario, Dios ha establecido que el Crucificado sea el símbolo de la salvación, la fuente de la vida. La Cruz es “Fons Vitae” (Fuente de Vida).

Se requiere que sea contemplado

La reacción de uno frente a un muerto (y ni se diga frente a un ajusticiado en una cruz), es quitar la mirada. Pues bien, no hay que quitar la mirada de Jesús ni tratar de olvidar su crucifixión. Hay que levantar la mirada hacia él y reconocerlo como nuestro salvador. No hay otro camino para la vida, ni otra posibilidad de sustraerse de la muerte si no es en Él.

La unión de nuestra vida con la suya, Él es nuestra vida. Esta comunión la obtenemos creyendo en Él, que es el Crucificado, abandonándonos completamente en él. De hecho, confiando en el Crucificado:

• Reconocemos el amor desmedido de Dios
• Nos insertamos en la esfera de acción de su potencia vivificante.

2.3. Todo proviene del Padre

Detrás del Crucificado está el mismísimo Dios. Él lo ha dado y mandado por amor a la humanidad entera, preocupándose por su salvación: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (3,16).

Para quien ve la cruz de Jesús desde fuera lo que puede ver es que ella es (1) el signo de cómo los hombres lo sometieron a su poder, (2) de cómo Dios lo había abandonado y (3) de cómo la crueldad humana había triunfado sobre lo que había enseñado, sobre todo su afirmación de que es Hijo de Dios, y sobre sus obras de poder y misericordia por todos los sufrientes y apartados de Dios.

Pero esta es una percepción externa.

Ahora el evangelista contemplativo nos enseña que esta visión de la Cruz es insuficiente. Dejando claro que Dios ha enviado a Jesús y que ha sido él quien ha establecido su camino, la Cruz adquiere otro significado.

La Cruz ya no es vista desde su lado tenebroso sino desde su lado luminoso: se convierte en el símbolo del amor ilimitado de Dios. En la cruz del Hijo, se demuestra:

• Cuán lejos va Dios en su amor, al entregarnos lo más querido para él.
• Cuán lejos va Jesús, al jugársela toda por nosotros los hombres.

2.4. Una nueva revelación sobre el amor

Amor significa, ante todo, interés por el otro, participación en su realidad, solicitud y preocupación en sus necesidades, estarse y jugársela toda por él. El amor siempre quiere el bien del amado y trata de favorecerlo en todas las formas posibles. Para quien ama, el camino y el destino de la persona amada no le son indiferentes, más bien compromete todas las propias fuerzas para hacer posible que ella viva con gozo y plenitud.

¿Todo esto le cabe al amor de Dios? El hecho es que a veces nos preguntamos:

1. ¿Dios ha creado al mundo y después lo ha dejado abandonado?
2. ¿Dios se preocupa por nosotros y por nuestro destino, por cómo estamos y a dónde vamos a parar?
3. ¿Estamos abandonados al arbitrio de nuestro prójimo y al inexorable juego de las leyes de la naturaleza?

Es verdad que mientras logramos mantener la cabeza fuera del agua, nos parece que todo va bien; pero cuando nos vamos al fondo, cuando todo se ha acabado y no hay curación, es cuando nos preguntamos: ¿Qué sentido tiene nuestra vida, para dónde vamos?

Ahora bien, el Crucificado nos da la respuesta: ¡Dios ama al mundo y quiere su salvación! Su amor tiene una intensidad y una medida tal, que si fuera posible, se podría decir: ¡Dios ama al mundo, a cada uno de nosotros, más que a su propio Hijo! No se ha apartado del mundo dejándolo a sí mismo: “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (3,17).

Y aquí viene lo más sorprendente:

Dios se interesa de tal manera por su amada humanidad que es capaz incluso de abandonar a su propio Hijo, de darlo en don,  manda a la humanidad a este Hijo, a quien le ha dado todo su amor y con quien ha vivido en la más profunda intimidad en la eternidad (como nos lo recuerda el Prólogo de Juan 1,1-2).

Dios no se lo reserva para sí mismo (o “no lo perdona”; como dice Pablo en Romanos 8,32), sino que más bien lo expone a los peligros de esta misión, consciente de que puede caer en manos de los malhechores, de terminar como víctima de su ceguera y crueldad y ser crucificado. Nosotros tenemos tanto valor para Dios, que pone en riesgo a su propio Hijo por nosotros.

Dios considera que es tan necesario el que seamos redimidos de la perdición, que seamos preservados de la ruina y conducirnos a la plenitud de la vida, que se dirige a nosotros a través de propio Hijo. Y el Hijo viene para ocuparse de nosotros personalmente, para mostrarnos el camino de la salvación, para conquistarnos a la comunión con él y a la vida eterna.

3. La respuesta humana: ir a la luz o encerrarse en las tinieblas (3,19-21).

Toda la primera parte de este pasaje acentúa el “don”. Pero veamos ahora la otra cara de la moneda: ¿Cómo podríamos acoger espontáneamente y llenos de entusiasmo la luz esplendorosa de este amor de Dios? ¿Cómo correr al encuentro de esta luz, apoyándonos en su fuerza dadora de vida?

Dios revela su increíble solicitud por nosotros preocupándose por la realización de nuestra vida. Pero siempre se requiere la contraparte. Dios no nos alcanza nuestra salvación sin contar con nosotros, ni mucho menos en contra de nuestra voluntad. Por eso se requiere:

1.Que nos abramos a esta solicitud de Dios,
2.Que tomemos en serio este amor suyo tan increíble,
3.Y que creamos en el Hijo de Dios crucificado.

Sólo si estamos convencidos de que el Crucificado es el único y predilecto Hijo de Dios, el poder de este amor de Dios puede alcanzarnos eficazmente y nuestro ser puede abrirse desde lo hondo y plenamente ante su luz y su calor. ¡Nuestra vida depende de nuestra fe!

Pero a esto se opone el extraño fenómeno que los hombres prefieren las tinieblas a la luz (3,19).

Hay razones para huir de la luz y buscar la sombra protectora de las tinieblas, razones que residen en el comportamiento humano: quien hace el mal evita instintivamente la luz (3,20); por el contrario, quien hace el bien afronta la luz y no huye de ella, no tiene nada que esconder (3,21).

Esto tiene que ver con el hacer el bien o el mal:

• “Bien” es lo que hacemos según Dios (3,21), escuchándolo, buscando sinceramente poner en práctica su voluntad.
• “Mal” es todo lo que hacemos cuando no buscamos a Dios sino que perseguimos con egoísta autoafirmación nuestros planes y nuestros deseos, aún contra la voluntad de Dios.

Lo que está en el fondo es la doble dirección del egoísmo o del amor. Quien se busca solamente a sí mismo, se cierra a Dios y corre el peligro de permanecer cerrado herméticamente ante la luminosa revelación de su amor. A una persona así le falta el real vínculo con Dios capaz de determinar continuamente su vida.

Pero quien, por el contrario, busca siempre el vínculo “práctico” (esto es amando a los demás: haciendo el bien) con Dios, está abierto a la luz de su amor.

En fin…

La respuesta a Nicodemo ha sido dada con el anuncio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Esto que un monje medieval llamó “la verdad suspendida sobre la cruz, sin belleza ni esplendor”.

En definitiva, ¿Cómo es posible el nuevo nacimiento? Pues gracias a la obra del amor de Dios por nosotros y a nuestra respuesta de fe.

El dinamismo del “creer” que nos sumerge en el bautismo del poder creador de Dios se da en tres pasos:

(1) El primer paso lo da Dios al colocar la base sólida sobre la cual nos apoyamos: la prueba de amor que Dios nos ha dado enviándonos a su Hijo.
(2) El hombre responde con la recepción del don: ¡dejarse amar! En este acto de entrega el hombre vuelve a “nacer”.
(3) El hombre es sumergido en la vida de Dios. Así, este nuevo nacimiento nos conduce al sentido y a la plenitud de nuestro ser, a la verdadera “vida” que no pasa.

Lo sorprendente es saber que si podemos amar es porque hemos sido amados primero. Este es el primer y fundamental paso: el que Dios dio por nosotros. Y es tangible, concreto: Jesús, el Crucificado, no es un pensamiento o una teoría, una hipótesis o una fantasía, sino una auténtica realidad histórica. ¡Tan real es el amor de Dios!

4. Releamos el Evangelio con un Padre de la Iglesia

«¿Qué viene a ser la serpiente elevada? La muerte del Señor en la Cruz.
Una vez que la muerte proviene de la serpiente, fue representada por la imagen de la serpiente. La mordedura de la serpiente es letal, la muerte del Señor es vital. Mire la serpiente para quedar inmune de la serpiente.
¿Qué quiere decir esto? Mire la muerte para que la muerte nada valga. ¿Pero la muerte de quién? La muerte de la Vida, si se pudiera decir así: la muerte de la Vida. Y puesto que se puede decir de esta manera, es maravilloso decirlo…

¿Acaso tendré duda de decir lo que el Señor se dignó hacer por mí? ¿Por ventura no es Cristo la Vida? Y, a pesar de todo, fue crucificado. ¿No es Cristo la Vida? Y aún así murió. Pero en la muerte de Cristo murió la muerte; porque la Vida muerta mató la muerte, la plenitud de la Vida devoró la muerte; la muerte fue absorbida en el Cuerpo de Cristo.

Así también nosotros diremos en la resurrección, cuando triunfantes, cantaremos: ‘¿Dónde está, oh muerte, tu pretensión? ¿Dónde está tu aguijón?’ (1 Corintios 15,55).

Mientras tanto, hermanos, para que seamos curados del pecado, contemplemos a Cristo crucificado”.
(San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de Juan, 12, 11)

5. Para cultivar la semilla de la Palabra en la vida

5.1. ¿Cuál es el contexto de la enseñanza de hoy? ¿A qué estaba respondiendo Jesús?

5.2. ¿Qué idea tengo del amor de Dios?

5.3. ¿Qué afirma Jesús sobre lo que Dios ha hecho por nosotros? ¿Qué grado de realidad tienen para mí estas afirmaciones? ¿Las considero descripciones de la realidad decisiva para mi vida?

5.4. ¿Qué mundo es aquel que es dejado a sí mismo y a su destino? ¿Qué mundo es aquel que es sostenido por el amor de Dios y por su voluntad de salvación?

5.5. ¿Me doy cuenta de que en el mensaje de Jesús todo se fundamenta sobre Dios y sobre la fe? ¿Cuáles son los pasos del dinamismo del “creer”? ¿Cómo me voy a preparar para la renovación de mi fe en la Vigilia Pascual?

P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico del CELAM

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