CONGREGACIÓN DE MISIONEROS OBLATOS DE LOS CORAZONES SANTÍSIMOS

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A SRI LANKA Y FILIPINAS HOMILÍA DEL SANTO PADRE Tacloban International Airport

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A SRI LANKA Y FILIPINAS
(12-19 DE ENERO DE 2015)
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Tacloban International Airport
Sábado 17 de enero de 2015

En la primera Lectura, escuchamos que se dice que tenemos un gran sacerdote que es capaz de compadecerse de nuestras debilidades, que fue probado en todo como nosotros, excepto en el pecado (cf. Heb 4,15). Jesús es como nosotros. Jesús vivió como nosotros.

Es igual a nosotros en todo. En todo, menos en el pecado, porque Él no era pecador. Pero para ser más igual a nosotros se vistió, asumió nuestros pecados. ¡Se hizo pecado! Y eso lo dice Pablo, que lo conocía muy bien. Y Jesús va delante nuestro siempre, y cuando nosotros pasamos por alguna cruz, Él ya pasó primero.

Y, si hoy todos nosotros nos reunimos aquí, 14 meses después que pasó el tifón Yolanda, es porque tenemos la seguridad de que no nos vamos a frustrar en la fe, porque Jesús pasó primero. En su pasión, Él asumió todos nuestros dolores y, – permítanme esta confidencia – cuando yo vi desde Roma esta catástrofe, sentí que tenía que estar aquí. Ese día, esos días, decidí hacer el viaje aquí. Quise venir para estar con ustedes. Un poco tarde, me dirán; es verdad, pero estoy.

Estoy para decirles que Jesús es el Señor, que Jesús no defrauda. Padre, – me puede decir uno de ustedes –, a mí me defraudó, porque perdí mi casa, perdí mi familia, perdí lo que tenía, estoy enfermo. Es verdad eso que me decís y yo respeto tus sentimientos; pero lo miro ahí clavado y desde ahí no nos defrauda. Él fue consagrado Señor en ese trono y ahí pasó por todas las calamidades que nosotros tenemos. ¡Jesús es el Señor! Y es Señor desde la cruz; ahí reinó. Por eso, Él es capaz de entendernos, como escuchamos en la primera Lectura: Se hizo en todo igual a nosotros. Por eso tenemos un Señor que es capaz de llorar con nosotros, que es capaz de acompañarnos en los momentos más difíciles de la vida.

Tantos de ustedes han perdido todo. Yo no sé qué decirles. ¡Él sí sabe qué decirles! Tantos de ustedes han perdido parte de la familia. Solamente guardo silencio, los acompaño con mi corazón en silencio…

Tantos de ustedes se han preguntado mirando a Cristo: ¿Por qué, Señor? Y, a cada uno, el Señor responde en el corazón, desde su corazón. Yo no tengo otras palabras que decirles. Miremos a Cristo: Él es el Señor, y Él nos comprende porque pasó por todas las pruebas que nos sobrevienen a nosotros.

Y junto a Él en la cruz estaba la Madre. Nosotros somos como ese chico que está allí abajo, que en los momentos de dolor, de pena, en los momentos que no entendemos nada, en los momentos que queremos rebelarnos, solamente nos viene tirar la mano y agarrarnos de su pollera, y decirle: “¡Mamá!”, como un chico que, cuando tiene miedo, dice: “¡Mamá!”. Es quizás la única palabra que puede expresar lo que sentimos en los momentos oscuros: ¡Madre!, ¡Mamá!

Hagamos juntos un momento de silencio, miremos al Señor. Él puede comprendernos porque pasó por todas las cosas. Y miremos a nuestra Madre y, como el chico que está abajo, agarrémonos de la pollera y con el corazón digámosle: “Madre”. En silencio, hagamos esta oración, cada uno dígale lo que siente…

No estamos solos, tenemos una Madre, tenemos a Jesús, nuestro hermano mayor. No estamos solos. Y también tenemos muchos hermanos que, en el momento de catástrofe, vinieron a ayudarnos. Y también nosotros nos sentimos más hermanos… que nos hemos ayudado unos a otros.

Esto es lo único que me sale decirles. Perdónenme si no tengo otras palabras. Pero tengan la seguridad de que Jesús no defrauda; tengan la seguridad que el amor y la ternura de nuestra Madre no defrauda. Y, agarrados a ella como hijos y con la fuerza que nos da Jesús nuestro hermano mayor, sigamos adelante. Y como hermanos, caminemos. Gracias.

Después de la Comunión:

Acabamos de celebrar la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.

Jesús nos precedió en este camino y nos acompaña en cada momento que nos reunimos a orar y celebrar.

Gracias, Señor, por estar hoy con nosotros.

Gracias, Señor, por compartir nuestros dolores.

Gracias, Señor, por darnos esperanza.

Gracias, Señor, por tu gran misericordia.

Gracias, Señor, porque quisiste ser como uno de nosotros.

Gracias, Señor, porque siempre estás cercano a nosotros, aun en los momentos de cruz.

Gracias, Señor, por darnos la esperanza.

Señor, que no nos roben la esperanza.

Gracias, Señor, porque en el momento más oscuro de tu vida, en la cruz, te acordaste de nosotros y nos dejaste una Madre, tu Madre.

Gracias, Señor, por no dejarnos huérfanos.

 

¡Qué consoladoras son las palabras que hemos escuchado! Una vez más, se nos dice que Jesucristo es el Hijo de Dios, nuestro Salvador, nuestro Sumo Sacerdote que nos trae la misericordia, la gracia y la ayuda en nuestras necesidades (cf. Hb 4,14-16). Él sana nuestras heridas, perdona nuestros pecados y nos llama, como a san Mateo (cf. Mc 2,14), para que seamos sus discípulos. Lo bendecimos por su amor, su misericordia y su compasión. Alabado sea Dios.

Doy gracias al Señor Jesús que nos ha permitido reunirnos aquí esta mañana. He venido para estar con vosotros, en esta ciudad que fue devastada por el tifón Yolanda hace catorce meses. Les traigo el amor de un padre, la oración de toda la Iglesia, la promesa de que no nos olvidamos de vosotros, que seguís reconstruyendo. Aquí, la tormenta más fuerte jamás registrada en la tierra fue superada por la fuerza más poderosa del universo: el amor de Dios. En esta mañana, queremos dar testimonio de aquel amor, de su poder para transformar muerte y destrucción en vida y comunidad. La resurrección de Cristo, que celebramos en esta Misa, es nuestra esperanza y una realidad que experimentamos también ahora. Sabemos que la resurrección viene sólo después de la cruz, la cruz que habéis llevado con fe, dignidad y la fuerza que viene de Dios.

Nos reunimos sobre todo para orar por aquellos que han muerto, por los que siguen desaparecidos y por los heridos. Encomendamos a Dios las almas de los difuntos, nuestras madres, padres, hijos e hijas, familiares, amigos y vecinos. Tenemos la confianza de que, en la presencia de Dios, encontrarán misericordia y paz (cf. Hb 4,16). Su ausencia causa una gran tristeza. Para vosotros que los conocíais y amabais –y todavía los amáis–, el dolor por su pérdida es grande. Pero miremos con ojos de fe hacia el futuro. Nuestra tristeza es una semilla que algún día dará como fruto la alegría que el Señor ha prometido a los que confían en sus palabras: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5,5).

Nos hemos reunido esta mañana también para dar gracias a Dios por su ayuda en los momentos de necesidad. Él ha sido vuestro apoyo en estos meses tan difíciles. Se han perdido muchas vidas, ha habido sufrimiento y destrucción. Y, a pesar de todo, nos reunimos para darle gracias. Sabemos que él cuida de nosotros, que en Jesús su Hijo, tenemos un Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nosotros (cf. Hb 4,15), que sufre con nosotros. La com-pasión de Dios, su sufrimiento con nosotros, le da sentido y valor eterno a nuestras luchas. Vuestro deseo de darle las gracias por todos los bienes recibidos, aun cuando se ha perdido tanto, no indica sólo el triunfo de la resistencia y la fortaleza del pueblo filipino, sino también un signo de la bondad de Dios, de su cercanía, su ternura, su poder salvador.

También damos gracias a Dios Todopoderoso por todo lo que se ha hecho, en estos meses de una emergencia sin precedentes, para ayudar, reconstruir y auxiliar. Pienso, en primer lugar, en aquellos que acogieron y alojaron al gran número de familias desplazadas, ancianos y jóvenes. ¡Qué difícil es abandonar el propio hogar y modo de vida! Damos las gracias a aquellos que han cuidado a las personas sin hogar, los huérfanos y los indigentes. Los sacerdotes y los religiosos y religiosas hicieron todo lo que pudieron. Mi agradecimiento para todos aquellos que habéis alojado y alimentado a los que buscaban refugio en las iglesias, conventos, casas parroquiales, y que seguís ayudando a los que todavía lo necesitan. Vosotros acreditáis a la Iglesia. Sois el orgullo de vuestra nación. Os doy las gracias a cada uno personalmente. Cuanto hicisteis por el más pequeño de los hermanos y hermanas de Cristo, lo hicisteis por él (cf. Mt 25,41).

En esta Misa queremos también dar gracias a Dios por los hombres y mujeres de bien que llevaron a cabo las operaciones de rescate y socorro. Damos gracias por tantas personas que en todo el mundo dieron generosamente su tiempo, su dinero y sus recursos. Países, organizaciones y personas individuales en todo el mundo pusieron a los necesitados en primer lugar; es un ejemplo a seguir. Pido a los líderes de los gobiernos, a los organismos internacionales, a los benefactores y a las personas de buena voluntad que no cejen en su empeño. Es mucho lo que queda por hacer. Aunque ya no estén en los titulares de prensa, las necesidades continúan.

La primera lectura de hoy, tomada de la Carta a los Hebreos, nos insta a ser firmes en nuestra fe, a perseverar, a acercarnos con confianza al trono de la gracia de Dios (cf. Hb 4,16). Estas palabras tienen una resonancia especial en este lugar. En medio de un gran sufrimiento, vosotros no dejasteis nunca de confesar la victoria de la cruz, el triunfo del amor de Dios. Habéis visto el poder de ese amor en la generosidad de tantas personas y pequeños milagros de bondad. Pero también habéis visto, en la especulación, el saqueo y las respuestas fallidas a este gran drama humano, tantos signos trágicos de la maldad de la que Cristo vino a salvarnos. Oremos para que también esto nos lleve a una mayor confianza en el poder de la gracia de Dios para vencer el pecado y el egoísmo. Oremos en particular para que todos sean más sensibles al grito de nuestros hermanos y hermanas necesitados. Oremos para que se rechace toda forma de injusticia y corrupción que, robando a los pobres, envenenan las raíces mismas de la sociedad.

Queridos hermanos y hermanas, en esta dura prueba habéis sentido la gracia de Dios de una manera especial a través de la presencia y el cuidado amoroso de la Santísima Virgen María, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Ella es nuestra Madre. Que os ayude a perseverar en la fe y la esperanza, y a atender a todos los necesitados. Que ella, junto con los santos Lorenzo Ruiz y Pedro Calungsod, y todos los demás santos, siga implorando la misericordia de Dios y la amorosa compasión para este país y para todo el amado pueblo filipino. Amén.

Fuente: https://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2015/documents/papa-francesco_20150117_srilanka-filippine-omelia-tacloban.html